Es muy complejo articular un argumento consistente que convenza a la mayoría ciudadana de que la apuesta por nuestro sistema político democrático es la vía más segura y más sensata para concretar nuestros anhelos individuales y nuestros propósitos colectivos que como nación nos asemejan, y lo es porque la naturaleza humana nos mueve, por interés o por instinto a realizar valoraciones de conveniencia de lo inmediato en el tiempo y lo cercano en sus efectos directos sobre nuestro entorno. Por esta razón es que tendemos a rechazar y desconfiar de proyectos cuyos beneficios se planteen a mediano y largo plazo aunque ello implique la expectativa de generar mejores condiciones de vida para uno mismo y nuestra propia descendencia.
De la mano de las percepciones negativas que una parte importante de la sociedad tenga sobre la eficacia del funcionamiento del Estado mexicano y sus gobiernos, caminará la calificación deficitaria de nuestro sistema político y su definición democrática. Los procesos electorales y sus jornadas comiciales, aún en un clima de libertades y derechos ciudadanos relativamente asegurados, no alcanzarán para generar los niveles de satisfacción social mínimos si no están también garantizados la paz social, los derechos patrimoniales de las personas y, sobre todo, sus derechos fundamentales a la integridad física y a una vida digna.

LEGALIDAD DEMOCRATICA
En términos electorales, la legalidad debe ser entendida no solo como un valor del concepto de democracia o un principio de actuación institucional que la administra y juzga, sino como un elemento indispensable para el procesamiento correcto de la competencia regulada por el poder político.
Las decisiones de la mayoría ciudadana deben transitar y expresarse a través de los mecanismos e instituciones previamente diseñados para que estas sean legales y este planteamiento básico se aplica, con matices que lo diferencian, tanto a los funcionarios públicos como a los representantes populares y a la ciudadanía en general en un acto de corresponsabilidad colectiva.
En sí, la propia democracia es un cúmulo de reglas que se fundan en una cultura basada en ciertos principios como la dignidad personal, el pluralismo, la tolerancia, el laicismo, y la corresponsabilidad que respaldan los derechos fundamentales del ciudadano.
De muy poco servirá un marco constitucional y reglamentario en la materia, ciertamente complejo y voluminoso como el nuestro, si un supuesto pragmatismo extremo nos instala en la frontera mínima entre el cumplimiento cabal y la transgresión cotidiana de reglas que terminan siendo defraudadas por la perversión política y la ausencia de principios elementales de actuación ética y moral entre los contendientes que las elaboraron y que supuestamente se sujetan a su letra y espíritu.
Sería deseable que las victorias electorales se produjeran en un marco de legalidad inobjetable y que además, dieran al triunfador de la contienda la legitimidad política que sólo otorga una mayoría representativa reflejo de una participación favorable, amplia y contundente, pero no siempre es así. No existe la “legatimidad” jurídica, ni la “legigalidad” política, en donde se fusionen ambos conceptos que en los hechos no deben ser excluyentes sino complementarios.
Por ello, la legalidad democrática no soporta interpretaciones subjetivas que argumenten ignorancia, supuesto sentido común o conveniencia particular, para privilegiar o subordinar este principio y valor democrático con alguno de sus pares conceptuales: en modo alguno se puede trocar alguna condición adicional de certeza jurídica si esta cursa por la mengua de principio de imparcialidad política, como de ninguna manera y en aras de garantizar la independencia institucional se podría limitar a las determinaciones de la autoridad y a la participación de los actores involucrados en el cumplimiento pleno y estricto de la ley.

RESPONSABILIDAD POLÍTICA
La experiencia histórica remota y reciente nos muestra que en el proceso azaroso de la construcción de nuestro sistema político y nuestra democracia existen constantes que han atentado contra el proceso evolutivo natural de nuestras leyes políticas y electorales que, en términos generales, tienden a perfeccionarse con la generación de condiciones de mayor equidad en la contienda electoral y en la edificación de instituciones más autónomas y eficientes en la organización de elecciones libres, auténticas y periódicas.
La responsabilidad política de los actores en sus diversos ámbitos de participación debe constituirse en un soporte indispensable para una nueva y arraigada cultura de la legalidad democrática nacional.
Y es que nuestro país no ha estado exento de conflictos postelectorales (en particular en las elecciones presidenciales de 1988, 2006 y 2012) que representan una medición deficitaria de madurez política que se refleja en manifestaciones sociales como la desconfianza y el descrédito en nuestras propias instituciones democráticas y en visiones que mantienen vivas las figuras seductoras del caudillismo providencial y el autoritarismo eficaz.
Han sido muchos los episodios de recurrencia cíclica y perniciosa que afectan, ciertamente, la credibilidad sobre nuestro sistema político y que hacen evidente la necesidad de contar con mecanismos de ponderación sobre conductas que atentan contra el orden social y la paz pública para que, en los casos en que estos supuestos se acrediten, puedan eventualmente ser sujetas de la aplicación de sanciones administrativas o, incluso, de carácter penal.
El país no debe estar sometido por actos de irresponsabilidad política, en la mayoría de los casos impune y sin consecuencia legal alguna, al desacato frecuente de la voluntad mayoritaria legalmente establecida en el gobierno (bueno o malo), ni postrarse ante un veredicto inapelable que no esté debidamente fundado en la razón y en hechos jurídicamente comprobables. Es por esta razón que existen instancias administrativas, jurisdiccionales y de procuración de justicia electoral para dirimir las controversias de esa naturaleza y resolver las inconformidades lógicas que se derivan de los resultados de la competencia política.
Ha sido sintomático y reiterado que en el proceso electoral actual prevalezcan las campañas negativas que señalan los supuestos o reales defectos del adversario, por sobre las que proponen alternativas objetivas de integrar mejores gobiernos, resaltando más las virtudes propias de gestión y el compromiso explícito de cumplir con lo ofrecido durante el proceso electoral.

PARTICIPACIÓN CIUDADANA
En las sociedades democráticas la participación ciudadana y la representación política son elementos indisociables aunque no sólo se participa a través de las elecciones: la participación sirve para formar órganos de gobierno pero también se utiliza para influir en ellos, controlarlos o detenerlos.
La participación ciudadana tiene distintas manifestaciones y ámbitos de ejecución: en el ejercicio del voto por supuesto, pero también en las actividades que realizan en las campañas políticas a través de los partidos o a favor de algún candidato en particular; en la práctica de actividades comunitarias dirigidas a alcanzar un fin específico o las que se derivan de un conflicto en particular.
Tal vez, la generación más virtuosa de leyes en materia electoral en años recientes fue la que impulsó, entre otras aportaciones valiosas, el proceso de ciudadanización de los órganos electorales y de manera particular, aquella que determinó que a través de un sorteo al azar o insaculación, los funcionarios de las mesas directivas de casilla fueran vecinos de la sección electoral en la que tienen asentado su domicilio. Es el último eslabón de la cadena de nuestra democracia electoral y también es el más importante. Es, en una buena medida, el elemento fundamental que otorga credibilidad para el ciudadano que acude confiado como elector a emitir su sufragio, a que su voto se reciba en orden, sea contado de manera correcta y valga en sus intenciones políticas.
Hoy que se plantea para la elección federal la posibilidad de una participación muy baja del 40% o menos de los ciudadanos inscritos en la lista nominal y que la fracción mayoritaria en la cámara de diputados cuente, en lo que de facto sería un nudo de legitimidad política, con menos del 14% del voto de los electores, es el momento cuando más debe aquilatarse la importancia de promover de manera corresponsable, una participación ciudadana más amplia e informada que, a la vez, blinde la elección de su entorno complejo y contribuya a consolidar nuestras instituciones democráticas.
La inseguridad pública traducida en violencia cotidiana y zozobra social en amplias regiones del país; el comportamiento errático de una economía que titubea y no termina consolidando un crecimiento sostenido que revierta condiciones de precariedad y desigualdad material en segmentos muy amplios de mexicanos tabulados en condiciones de marginación y pobreza; y la desconfianza y agravio ciudadano hacia la actuación de autoridades, instituciones, partidos políticos y élites públicas y privadas, son los elementos de una especie de hechizo ciudadano que disuade el interés de muchos mexicanos por participar y decidir quienes nos gobiernan y calificar cómo lo hacen. En ocasiones como ésta parece que el conjuro más oportuno y eficaz, es empujar a los actores involucrados para utilizar la fórmula democrática elemental de apego estricto a la ley y la aplicación plena de los principios y valores que la alientan.