“¡Es una catástrofe! No he dormido bien estos días. Y no sé cómo vaya a acabar esto”.
Esto es el Premio Nobel de Literatura y a la periodista y escritora bielorrusa Svetlana Alexiévich, en quien recayó este año, le preocupa, ya no el desastre de Chernóbil ni político de su país y Rusia, sino lo que le ha ocasionado en una semana la concesión del galardón y cómo le ha trastocado la vida. Pero ese es el precio de una obra, que aunque breve, es grande para la Academia Sueca, que la consideró “un monumento al valor y al sufrimiento de nuestro tiempo”. La autora de 67 años es conocida por sus narrativas basadas en testimonios sobre grandes eventos históricos de Europa del este, como la caída de la Unión Soviética o el desastre nuclear de Chernobil (Voces de Chernobil, la única traducida al español): “La realidad siempre me ha atraído como un imán, me torturaba e hipnotizaba, quería capturarla en papel”, ha dicho. En 1983 escribió La guerra no tiene rostro femenino, considerada su obra cumbre de las cinco que ha escrito, en la que, a partir de una serie de entrevistas, aborda el tema de las mujeres rusas que participaron en la Segunda Guerra Mundial. Esta será publicada en castellano en noviembre próximo. La especialidad de Alexiévich es la “novela colectiva” o “coro épico”, donde yuxtapone los testimonios individuales de sus entrevistas, con el que logra llegar al lado más humano de los grandes acontecimientos de nuestro tiempo. Con su pasado de periodista a cuesta, la escritora entrevistó para todas sus investigaciones a los protagonistas, en muchos casos a lo largo de años: soldados soviéticos de regreso de la guerra en Afganistán (Zinky Boys) o suicidas por la caída de la Unión Soviética (Embrujados por la muerte): “Vivimos entre verdugos y víctimas. Los verdugos son difíciles de encontrar. Las víctimas son nuestra sociedad, y son muy numerosas”, declaró Alexiévich a la AFP sobre los protagonistas de sus libros. El fin del hombre rojo o la era del desencanto, un retrato sin concesiones aunque compasivo del homo sovieticus, más de 20 años después de la implosión de la URSS, recibió en 2013 el premio Medicis al ensayo en Francia: “Conozco bien a aquel hombre rojo: soy yo, la gente que me rodea, mis padres. No ha desaparecido. Y el adiós será muy largo”, explicó. Por eso siente “respeto” por los ucranianos que con sus protestas en 2014 expulsaron del poder al expresidente prorruso Viktor Yanukovich: “Hoy el modelo para todos es Ucrania. Su deseo de romper por completo con el pasado es digno de respeto”. En una entrevista con El País el año pasado, Alexiévich afirmó que no le importa que la etiqueten como una escritora soviética: “Soy investigadora de aquel período y tanto yo como mis héroes hemos pasado de aquella época a otra nueva. Escribo en ruso, mi país es Bielorrusia y he vivido una simbiosis que ha afectado a muchos en este país, donde el 90 por ciento de la población habla en ruso. La identidad bielorrusa no se ha formado y está bajo gran presión de la identidad rusa, y yo estudio a la gente real y transmito su experiencia”. Además del Nobel de Literatura, Alexiévich, autora también de más de una veintena de guiones para cine y documentales y varias obras de teatro, ha sido galardonada con otros premios internacionales, como el Premio de la Paz de los Libreros Alemania en 2013, el National Book Critics Circle Prize de Nueva York y es además Oficial de las Artes y las Letras de la República Francesa, un reconocimiento obtenido en 2014. Sin embargo, el Nobel es el Nobel y su vida es ahora una hecatombe. Y es que el mundo de los escritores también tiene su hipódromo. Exacta, trifecta y superfecta. Las quinielas en sus diversas modalidades de apuestas en la carrera por el Premio Nobel de Literatura arrojan en los días previos a su concesión los nombres de quienes con derechos lo merecen, los eternos candidatos y otros que se suman cada año a los caballos pura sangre de las letras. Nadie sabe a ciencia cierta el criterio preciso de selección de los 18 gélidos integrantes de la Academia Sueca, a la cual suelen atribuírsele misteriosos y ocultos métodos para la designación del ganador. Jamás revelan más de lo necesario ni comentan sobre nombres concretos y repiten con obstinación el criterio de calidad literaria como punto central de la decisión, rechazando toda opinión de los “expertos” y pitonisos. Unos dicen que la elección de entre las 350 propuestas de cada año se hace de acuerdo a las circunstancias políticas o religiosas de tal o cual zona del planeta o si debe ser del Tercer Mundo o una etnia remota para compensar la supremacía de los países desarrollados, otros dicen que se hace conforme a un balance entre sexos o que se inclinan por un representante de un idioma minoritario. Lo cierto es que en el proceso de selección que realiza la Academia Sueca a partir de su primera reunión en febrero, en octubre ya es más que sabido el nombre de quien el 10 de diciembre, fecha en que se conmemora la muerte de Alfred Nobel, habrá de acudir a Estocolmo para recibir de manos del Rey de Suecia una medalla de oro, un diploma y un cheque por un millón y medio de dólares. Pero al final de cuentas como se pregunta una académica argentina: ¿Cuál es en realidad el significado de recibir el Premio Nobel de Literatura? Además, claro está, del atractivo de multiplicar las ventas de una manera vertiginosa y ser traducido a los más remotos idiomas. ¿Por qué a pesar de ser continuamente criticado como elitista, caprichoso, ilegítimo, posee tanto prestigio? Hasta ahora, con la excepción de Jean Paul Sartre en 1964, nadie lo ha rechazado, de lo que muchos años después el autor de La nausea se arrepintió y solicitó recibir la suma correspondiente al premio, pero le fue negada. El Premio Nobel es en realidad un premio concedido por un grupo mínimo de escritores y críticos completamente desconocidos para el mundo, con sede en la capital de un recóndito país escandinavo. ¿Con qué legitimidad pueden un puñado de señores, y unas pocas damas, corear al campeón mundial de la literatura? ¿No es todo premio relacionado con manifestaciones artísticas arbitrario? ¿Es el Nobel más caprichoso o pretencioso que otros premios literarios? ¿O será tan prestigioso justamente por la fama de los suecos de ser insobornables y minuciosos? ¿O porque está tan documentada la seriedad del proceso? ¿Por qué un premio ideado por el inventor de la pólvora y empresario, sin conocimientos específicos en el campo de la literatura, resultó el galardón literario más codiciado? Otro de los misterios de ese país misterioso que es Suecia es que dejó a su propio autor August Strindberg morir sin el Nobel y en cambio galardonó en la primera edición del premio, en 1901, al poeta francés Sully Prudhomme. Coincidentemente, cuenta Max Vergara en su interesante blog, que cuando el Premio Nobel se estableció hace 114 años, muchos de los grandes maestros del siglo XIX aún vivían. En vez de glorificar el primer premio con el nombre de Tolstoi o Chejov, Meredith o Swinburne, Hardy o Zola, Twain o Henry James, o incluso aquellos dos gigantes nórdicos de Strinberg e Ibsen, la Academia Sueca se inclinó por un nombre desconocido más allá de los límites de París. La carta de 42 escritores suecos de entonces desdeñando a Prudhomme y rindiéndole honor a Tolstoi no es expresión gratuita de la ingratitud con la que se otorga el codiciado premio. Otras veces se ha galardonado a escritores cuando ya casi están en el olvido, como Faulkner en 1949 (en una doble ceremonia con Bertrand Russell) y a Hemingway en 1954, cuando ya la chispa de la inspiración hacía mucho los había abandonado. El mismo Hemingway dijo que “aquella cosa sueca” era la mejor fórmula para sepultar eternamente la carrera de un escritor. T. S. Eliot (1948), que consideró el premio más un epitafio que un honor, escribió: “El Nobel es el boleto sin regreso para el funeral de uno mismo; nadie ha servido para algo bueno tras ganarlo”. Albert Camus (1957), como muchos otros escritores, se sintió culpable de recibir el premio tras un preocupante “periodo de esterilidad mental” y se deprimió al “ganarlo por nada”. Derek Walcott (1992) lo llamó “el beso de la muerte”. V. S. Naipaul (2001), el más sincero de los escritores en cuanto al arte de escribir, no publica nada de valor desde 1992 y después del premio se siente más infeliz que antes. Y la sentencia premortem de Harold Pinter (2005), quien hace tiempo dijo que si alguna vez ganaba el Nobel no escribiría ni una sola pieza de teatro nunca más. Y lo cumplió. El mismo Gabriel García Márquez (1982) dijo, en broma y en serio, que lo único para lo que le sirvió el codiciado galardón es para no hacer filas. Además, sobre la Academia Sueca pesan los grandes olvidados: Rilke, Musil, Kafka, Broch, Conrad, Forster, Joyce, Woolf, Lawrence, Orwell, Stevens, Frost, Pound, Proust, Malraux, Nabokov, Wells, Huxley, Graves, Murdoch, Hughes, Fitzgerald, Tennesse Williams, Miller, D’Annunzio, Di Lampedusa, Levi, Brecht, García Lorca, Cavafy, Kazantzakis, Pessoa y Mishima, entre muchos otros. Pero sobre todo prevalecerá en la conciencia gélida de los académicos suecos un olvido imperdonable: Jorge Luis Borges, de quien se dice ya había sido el elegido en 1976 pero de última hora fue sustituido por el estadounidense Saul Bellow por un rumor con tintes de parodia. Dos años antes de que a él mismo le fastidiaran la vida con el Nobel, García Márquez contó: “La versión más corriente entre escritores y críticos es que los académicos suecos se ponen de acuerdo en mayo, cuando se empieza a fundir la nieve, y estudian la obra de los pocos finalistas durante el calor del verano. En octubre, todavía tostados por los soles del Sur, emiten su veredicto. Otra versión pretende que Jorge Luis Borges era ya el elegido en mayo de 1976, pero no lo fue en la votación final de noviembre. En realidad, el premiado de aquel año fue el magnífico y deprimente Saul Bellow, elegido de prisa, a pesar de que los otros premiados en las distintas materias eran también norteamericanos”. Y, genialidades supremas aparte, un elemento que unía a la literatura de Bellow con la de Borges era su humor. Por eso, los suecos no entendieron el salero porteño del autor de El Aleph en su audiencia solemne con el General Augusto Pinochet unos días antes de la designación del Nobel de aquel año y borrarlo de un plumazo para siempre como pronóstico del premio, sólo porque Borges, en un desdichado discurso ajeno a su literatura magistral, se atrevió a resaltar “el honor inmerecido de ser recibido” por el dictador chileno y, sin que se lo preguntaran, afirmar que “en Argentina, Chile y Uruguay se están salvando la libertad y el orden”, para rematar: “Ello ocurre en un continente anarquizado y socavado por el comunismo”. Para García Márquez “era fácil pensar que tantas barbaridades sucesivas (de Borges) sólo eran posibles para tomarle el pelo a Pinochet”, pero la acritud y el carácter rígido de los académicos suecos no lo entendieron así y, en ese momento, hubo necesidad de echar mano de alguien para designar al galardonado y ese fue Saul Bellow.
En fin, así es esto del Nobel.