Para Sotero Domínguez,
con amistad y respeto

A Ernesto Cardenal le gusta decir que no tiene futuro, que apenas piensa en el presente y que el pasado es una masa informe de la que a ratos despuntan recuerdos iluminados como chispazos de una película antigua. Pero lo cierto, escribió en El País el año pasado Berna González Harbour en ocasión de los 90 años del poeta nicaragüense, es que está en forma y sigue esculpiendo sus aves limpias y asombrosas en su taller de Managua, leyendo vorazmente libros de ciencia que adquiere en Estados Unidos y viajando en campaña contra el canal que proyecta el presidente Daniel Ortega. ¿Vejez? Al poeta, nacido en Granada el 20 de enero de 1925, se le nota en el tono a ratos gruñón, en el hablar un tanto dificultoso y poco más. El cura poeta que fue ministro en la revolución sandinista, destacada voz de la teología de la liberación, amonestado en público por Juan Pablo II en 1983, es hoy un feroz activista contra el Gobierno de Ortega. Y es que los ismos de místico, Marx y Sandino han sido la sombra de Cardenal en toda su vida de sacerdocio y poeta, pero no más que la idea de la mujer, su belleza reflejada en los ojos de Dios, “la muchacha de las muchachas”, como le ha llamado Fernando González, un filósofo y novelista colombiano, quien también dice que Dios es la belleza que no envejece, el que tiene siempre dientes juveniles. Las mujeres son la renuncia más dolorosa de Cardenal. Guapas y delgadas habrían de ser si querían interesar al joven nicaragüense. “Y así sería ahora si tuviera que estar todavía escogiendo. Pero Dios me estaba buscando para otra cosa, aunque yo tardara en darme cuenta”, le confesó a Lourdes Garzón en El mundo de España, quien comenta que tanto tardó Cardenal que en cada amor, y tuvo muchos, preguntaba y Dios, o la casualidad o lo que cada uno quiera entender, respondía metódicamente que no, con signos diversos: que no en un burdel donde “ocurrió algo, ya no me acuerdo qué fue y mi propósito se frustró. Dios me quitó las putas en París, la ciudad estaba pasando una época de puritanismo y justo cuando yo llegué las autoridades habían tenido éxito en eliminar a todas las prostitutas en las calles”; que no por una serie de coincidencias, malentendidos y desencuentros en cada noviazgo, que Cardenal siempre achacó a la Providencia, hasta que llegó Ileana, y nunca estuvo tan cerca del matrimonio, tanto que pidió una señal definitiva y la tuvo, no mística pero sí prosaica: Ileana se descubrió una alergia pertinaz al pretendiente, una alergia física que se le desataba hasta con un beso y tan puramente física que, a lo mejor precisamente por eso, terminó de convencer a Cardenal, que tomó un avión y se instaló en el monasterio de Gethsemani, en Kentucky, al lado de su maestro Thomas Merton. Tenía 32 años, era poeta, escultor y licenciado en Filosofía y Letras y había pasado largas temporadas en Nueva York y Europa. No conocía lo que le esperaba, pero sí, muy bien, lo que dejaba. De todas estas renuncias, o ganancias, y de las que vinieron después habla Cardenal en la primera parte de sus memorias Vida Perdida (Seix Barral), título que justifica lo dicho por San Lucas que le dijo Jesucristo: “El que pierda su vida por mí, la salvará”. Cardenal lo ve de dos maneras: “El que quiere salvar su vida la perderá y el que pierde su vida por mí la ganará, dice efectivamente el Evangelio. Quise conservarla durante todo el tiempo que duró la lucha entre Dios y las mujeres y ahora me doy cuenta de que fue una parte de mi vida perdida. Dios me perseguía, no era yo quien le buscaba a Él. Después, al entregarla, la gané. Pero sacrificando el amor humano”. Pero no fue ese el único sacrificio, aunque sí el principal. En otro tiempo y en otras circunstancias, cuenta que habría podido encontrar la manera de llegar al misticismo sin que se estorbaran Dios y una mujer: “Entonces no fue así. La mayor renuncia fue a lo afectivo, a lo erótico, a lo sexual. Hubo otras, pero no tan importantes para mí. Resultó muy doloroso dejar mi país, yo siempre he estado obsesionado por los lagos de Nicaragua y vivir en un monasterio de Estados Unidos me condenaba a no volver a verlos. Pero ya lo he dicho, lo que uno le entrega a Dios, Dios se lo devuelve. Después, y a través de caminos extraños, salí de allí y fundé una pequeña comunidad justamente en un lago de Nicaragua”. De hecho se le conoce como el Poeta de Solentiname, nombre del archipiélago de las 36 pequeñas islas en las que se refugió para comunicar su fe, sanjuanesca, le llama él, porque la contemplación no está reñida con el mundo ni con la pobreza, sostiene. “Así ha sido, y el saberse guiado resulta muy tranquilizador. Uno no debe inquietarse por lo que hizo mal, es más, probablemente, volvería a hacerlo. Dios lo ha permitido y esa casi es una manera de echarle la culpa. Había un monje en Gethsemani, el monasterio trapense en el que ingresé, que decía que Dios nos conserva siempre algún defecto, algún fallo, el que más nos duele, el que más se ve, el más notorio, para salvarnos del orgullo y la vanidad que es lo único que Él no perdona”. Cardenal dice desconocer su defecto. No es fácil saberlo y mucho menos decirlo, dice, porque son cosas que sólo se cuentan a un confesor, no a un periódico. Por eso ha puesto tanto cuidado en no parecer vanidoso en sus memorias: “No me enorgullezco de mi obra literaria. Quizá de mi vida religiosa. El verdadero orgullo tiene siempre un carácter religioso, como el de los fariseos. Recuerde el Evangelio: ‘Te agradezco Señor, no parecerme a este pecador’. Resulta terrible la vanidad de los eclesiásticos y de los políticos, que viene a ser lo mismo”. Y él lo sabe porque también fue político además de eclesiástico. Dos veces converso. Sacerdote y marxista, monje y ministro de Cultura en el gobierno de Ortega, uno de los nueve comandantes que el 19 de julio de 1979 tomaron Managua y derrocaron al dictador Anastasio Somoza. Abrazó el sandinismo desde los años 70 hasta que abandonó el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) en 1994. Y así lo justifica: “Era lógico que la causa de los pobres terminara con la incorporación a la revolución. Una expresión más de la coherencia del mandato divino. Y así lo acepté porque ser ministro de Cultura no me gustaba demasiado, más bien supuso un sacrificio más. Sobre todo durante los primeros años. Tenía el deber de dedicar a los demás todo el tiempo que yo habría querido para la religión y la literatura”. Y el fin de la Revolución Sandinista así lo critica: “Se frustró con la traición de los principales dirigentes a nuestros principios, al sandinismo, al pueblo y al mismo Dios”. Y de su paso por ese sendero, en el que su imagen pública quedó bien parada, así lo asume: “No he hecho más, como otros muchos, que mantenerme fiel al Evangelio y también al marxismo”. No le preocupa que se hable más del Cardenal que dice y hace que del Cardenal escritor, con una obra poética tan original como la que agrupa Oración por Marilyn Monroe y otros poemas, Cántico Cósmico o Telescopio en la noche oscura. Contrario a lo que se podría imaginar, en sus memorias se descubre como un personaje con sentido del humor: “En realidad esa intención no es nueva, sigo una recomendación de Ezra Pound. No hay mejor humor que el que va contra uno mismo. No me gusta estar presentándome siempre de la mejor manera posible”. En 1985 el Papa Juan Pablo II lo suspendió a divinis por su empeño en no abandonar ni el ministerio ni la entonces cada vez más extendida Teología de la Liberación, que tanto alarmaba al Vaticano. Dos años antes, durante su visita a Nicaragua, el Vicario de Cristo lo había amonestado mientras el todavía Ministro de Cultura le escuchaba arrodillado. Pero él hace lo que su conciencia le dice: “La suspensión prohíbe administrar sacramentos. Mi vocación no era esa, sino predicar el Evangelio”. Y para ello encuentra otra justificación: “Obispos y papas metidos en política ha habido siempre. No es ninguna novedad. Pero por primera vez en la historia asistíamos a una revolución en la que participaban sacerdotes y que nacía del pueblo. Lo considerábamos un deber histórico. Desobedecimos al Vaticano y obedecimos las enseñanzas de Santo Tomás. La máxima autoridad siempre debe ser la propia conciencia. Incluso cuando exista peligro de excomunión”. Cuando el Papa visitó Cuba le recomendó a Fidel Castro que no lo recibiera, pero entendió que lo hizo como una ayuda para defenderse contra el bloqueo: “No me gustó que el Papa fuera a Cuba, porque el Papa nunca hace nada bueno en ningún sitio. El poder más absoluto de la Tierra es el de Roma. El Papa elige a los cardenales, es decir, a sus propios electores. ¿Se puede pensar en algo más antidemocrático? Debería legislarse que una mujer pueda llegar a ocupar ese cargo o que los Papas sean depuestos por los que le eligieron”. Aunque ahora, con el Papa Francisco ha cambiado su opinión. Lo considera un revolucionario que ha transformado El Vaticano y con ello a la Iglesia y al mundo. No lo conoció antes de ser Papa ni lo ha visto ahora pero espiritualmente se siente identificado con él y aplaude lo que dice y lo que está haciendo. Niega haberse refugiado en el extremo, porque sabe que lleva a la soledad y hasta a la muerte, que no ha sido su caso, todavía, dice, pero afirma que aún así se debe mantener la esperanza en la utopía. Y a los 91 años la fe del poeta y escultor no mengua y aún cree que es posible el reino de Dios en la Tierra.