En México, cuando un problema se define como cultural, se le está prácticamente condenando a no tener solución. Lo cultural como forma de convivencia o como rasgo de nuestra identidad parece casi genético: somos como somos.

 

A pesar de esto, sabemos que el desapego a la ley, el incumplimiento de las normas, los privilegios fácticos, los déficits institucionales y la cultura de la tranza con todas sus secuelas, han contribuido al creciente agravamiento de nuestra crisis social.

 

¿Qué ha faltado en nuestro itinerario histórico de reconocimiento a la cultura de la producción y del trabajo; de reconocimiento a la democratización educativa como fuerza impulsora de la igualdad, y la existencia de una gran clase media, representación evidente de la movilidad social ascendente? ¿Que ha faltado en nuestra heroica cohesión como Nación que nos hizo capaces de darnos a principios del siglo pasado, la primera Constitución Social de todo el continente?

 

Nos ha faltado cultura de la legalidad. Prácticamente desde siempre. Porque nuestra tradición liberal democrática se ha visto sometida invariablemente, a las estrategias y dictados del poder en turno.

 

Así, la debilidad del imperio de la ley, la manipulación de las virtudes republicanas según la conveniencia del momento, la discrecionalidad y la ausencia de transparencia en el poder político, han promovido a lo largo de toda la pirámide y de toda nuestra historia,, los peores rasgos de nuestra personalidad como sociedad : la opción por el atajo, el culto a la ventaja; la elusión y evasión impositiva, la existencia de pequeñas y de grandes mafias como forma de subsistencia o enriquecimiento, y rematando este catálogo de excesos y desvíos, la impunidad, que equivale a una licencia para seguir delinquiendo.

 

Todo esto nos ha llevado a la erosión sistemática de las capacidades estatales, pero también a la erosión del alma comunitaria. Ni en el gobierno ni en la sociedad ha habido interlocutores sólidos, legítimos, confiables, capaces de lograr un orden social consensuado y armónico.

 

Ni la tradición nacionalista del pasado cercano, ni la impetuosa izquierda, ni las fuerzas conservadoras con su pragmatismo a ultranza, han incorporado como prioridad estratégica la dimensión cultural de la política.

 

Cuando voces desde el exterior definen a nuestro país como una sociedad corrupta, la reacción colectiva es de repulsa al agravio, aunque en nuestro interior asumamos a la corrupción como un mal nuestro endémico, incurable.

 

¿Cómo pedir la aplicación de la ley, si en México ni los funcionarios públicos ni los gobernantes corruptos pisan la cárcel; si los delincuentes actúan a sus anchas porque no hay autoridad que los juzgue y castigue? ¿Con qué autoridad piden la aplicación de la ley quienes se han coludido con los salteadores institucionales y privados?

 

En México se carece de autoridad para hablar de respeto a la ley porque esta premisa ha estado ausente del poder político, de los grupos de poder y de la propia sociedad en su conjunto.

 

Si la participación ciudadana es la asignatura pendiente de nuestra democracia, la cultura de la legalidad constituye la brújula indispensable para dar sentido y rumbo a la participación social.

 

La construcción de un orden colectivo a favor de la legalidad requiere de políticas incluyentes, de trabajo decente, de justicia distributiva. Pero también necesita de un nuevo relato de nuestro acontecer; de una nueva explicación que nos ayude a ser diferentes a lo que hemos sido, que nos ayude a comprender el camino recorrido y a reconocer los retos que enfrentamos. No se trata de un cambio sólo en la cúspide del poder, sino también en la base de la sociedad. Se trata de transformar la dimensión cultural de la política para que trascienda los períodos de gobierno y nos haga ver el presente desde una nueva perspectiva.

 

Estamos obligados a recomponer nuestra imagen ante nosotros mismos. Abrirnos al debate sin miedos estériles, como la prioridad de una sociedad que quiere y necesita cambiar, al lado de un gobierno que sea capaz de predicar con el ejemplo. Se nos esta haciendo tarde.

 

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