Ha sido probablemente la gloria deportiva más efímera y vergonzosa de todos los tiempos en la historia de los Juegos Olímpicos de la era moderna. La historia se escribió en Seúl 1988, en la final más esperada por muchos, ¡millones!, en todo el orbe, que siguen –seguimos- expectantes la prueba reina del atletismo, la carrera de los 100 metros, que dura poco más de los 9 segundos, y que cada cuatro años nos mantiene al filo de la butaca porque quienes compiten y llegan a la gran final, son unas verdaderas gacelas humanas, pura fibra, músculo y adrenalina. En 1988, en Seúl, la final la dominó de calle un canadiense –cero que de origen jamaicano- con un impresionante tiempo de 9.79 segundos, en donde todavía, al llegar a la meta se dio el lujo de voltear hacia atrás para ver en dónde venía el resto de los competidores, el norteamericano Carl Lewis en primer lugar y que cruzó la meta en segundo sitio adjudicándose la medalla de plata hasta ese momento. 48 horas después, el COI notificaría a Charlie Francis, el entrenador del canadiense, el hasta entonces conocido con el presuntuoso mote de ‘El hijo del viento’, el positivo de Johnson por estanozolol, un esteroide que estimula el apetito y eleva el índice de masa corporal. Penosamente Ben Johnson, el impresionante atleta de 1.78 metros de puro músculo, era descalificado y sometido a la ruina y a la burla mundial, y Carl Lewis, el estadounidense, proclamándose campeón olímpico de los 100 metros por segunda vez consecutiva, aunque en esta vez por obra y gracia de los laboratorios antidopaje del Comité Olímpico Internacional. A raíz de esta escandalosa trampa, Ben Johnson también perdió el oro del mundial de atletismo de Roma 87. Fue la primera gran mentira del deporte, después vendría otra de mayor magnitud, la del ciclista Lance Armstrong, sin parangón hasta este momento en la historia del deporte mundial. Lo escribe Marco Aurelio Gonzàlez Gama, directivo de este Portal.