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Sin embargo, la vida del que es para buena parte de la humanidad el símbolo de todos los genios estuvo plagada de momentos intensos, de vivencias al más alto nivel e incluso de dramas y alguna que otra miseria personal. Nacido en una familia judía no practicante en la Alemania de finales del XIX, el pequeño Albert (1879-1955) fue ya un niño complicado, cuya creatividad entró en conflicto con los estrictos sistemas de enseñanza: se enfrentó a los profesores y llegó incluso a convencer a un médico para que certificara que sufría de agotamiento y así poder abandonar el instituto al que iba en Múnich y reunirse con sus padres, que habían emigrado a Italia.

CUATRO ARTÍCULOS PARA LA HISTORIA

Influido por su tío Jacob –con el que fabricaba aparatos en un taller familiar recreativo– y por la lectura de libros de divulgación científica, Albert destacaba en todas las asignaturas de ciencias. Su precoz brillantez le permitió acceder a la Escuela Politécnica de Zurich, aunque había sacado malas notas en letras. Estudió Enseñanza de Matemáticas y Física junto a otros seis alumnos, entre los que la única mujer era una chica serbia, Mileva, con la que pronto entabló relaciones y a la que admiraba por ser “tan fuerte e independiente” como él. Tuvieron una hija en secreto y se casaron, a pesar de la férrea oposición de los padres de Albert.

 

Tras graduarse, no consiguió empleo en la universidad. Necesitado de trabajo, un amigo lo ayudó consiguiéndole una colocación en la oficina de patentes suiza, donde también tendría problemas con sus jefes. Durante los seis años –de 1902 a 1908– que pasó en aquella administración encargada de documentar y revisar las solicitudes de patentes, encontró la estabilidad y el tiempo para escribir sus aportaciones fundamentales a la física del siglo XX, a pesar de estar lejos de las aulas y el mundo universitario.

 

En 1905 escribió cuatro artículos en los que explicaba, sucesivamente, el movimiento browniano, las claves del efecto fotoeléctrico, la teoría de la relatividad especial y la equivalencia entre masa y energía. Los dos primeros le harían merecedor del Premio Nobel de Física dieciséis años después, aunque podemos afirmar sin ninguna duda que es mucho más recordado por los dos últimos.

 

PERSEGUIDO POR JUDÍO Y PACIFISTA

Antes de que llegara tal reconocimiento ya empezaba a ser famoso y, tras lograr un puesto de profesor en Zurich, fue honrado con un cargo directivo en el Instituto de Física Káiser Guillermo de Berlín, ciudad en la que se estableció. Aquí concebiría su otra gran aportación, la teoría de la relatividad general, en 1915. Sin embargo, el ambiente antijudío, que iría aumentando en los años 20, no respetó ni siquiera a una figura de prestigio como la suya, todo un Premio Nobel, y ante las críticas y las dificultades decidió emigrar a Estados Unidos en 1932.

 

Siempre estuvo muy interesado en las cuestiones políticas y, en el ambiente exaltado de la Alemania del káiser que propició la Primera Guerra Mundial, se negó a firmar manifiestos belicistas apoyados por sus amigos científicos y abogó por el pacifismo. En 1939, ya en Estados Unidos, decidió utilizar su gran influencia y popularidad para transmitir al presidente Roosevelt, en una conocida carta, las informaciones recibidas desde Alemania que lo inclinaban a pensar que el Tercer Reich estaba desarrollando armamento atómico. En consecuencia, apoyó el llamado Proyecto Manhattan (para obtener la bomba atómica) con el objetivo, como declararía en 1945, de “impedir que los enemigos de la humanidad lo hicieran antes, puesto que dada la mentalidad de los nazis habrían consumado la destrucción y la esclavitud del resto del mundo”.

 

LAS SOMBRAS DE SU VIDA FAMILIAR

Su vida personal fue poco afortunada. Parece ser que pegaba a su esposa Mileva, a la que también era infiel y de la que acabaría por divorciarse en 1919 para casarse con Elsa Loewenthal. Tuvo dos hijos de su primer matrimonio con los que no mantuvo demasiada relación, y le torturó especialmente que uno de ellos, Eduard, fuera esquizofrénico y pasara la mayor parte de su vida en un centro psiquiátrico. Einstein se culpaba a sí mismo de la “lamentable condición” de su hijo de forma que, paradójicamente, la mente más brillante del mundo acabó obsesionada con asuntos como el “deterioro de la raza humana” y la genética.