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SinEmbargo/eldiario.es

La mañana del 7 de diciembre de 1941, el ejército japonés atacó la base estadounidense de Pearl Harbor (Hawái). En el ataque, murieron más de dos mil personas. Al día siguiente, el presidente Franklin Delano Roosevelt solicitó al Congreso que aprobase una declaración de guerra al imperio nipón, que fue autorizada con un único voto en contra.

En realidad, la administración Roosevelt se había mostrado partidaria de intervenir militarmente en la II Guerra Mundial desde su inicio. Pero el peso de la sensibilidad aislacionista, muy extendida entre los representantes políticos y la opinión publicada, había postergado esta decisión. La agresión previa, evitable para investigadores como el exmilitar Robert Stinnett, supuso una entrada en la guerra sin apenas debates ni divisiones. La maquinaria bélica se pondría completamente en marcha y, con ella, Hollywood iniciaría una etapa explícitamente propagandística y belicista.

ANTES DE PEARL HARBOR 

Previamente a los ataques, cualquier cineasta que quisiese realizar un filme antifascista debía prepararse para recibir críticas de diversos sectores. Políticos como el senador Gerald Nye advertían de cualquier obra que pudiese considerarse izquierdista. Grupos católicos llegaron a hacer piquetes ante los cines que exhibían Bloqueo, una modesta producción independiente donde se apoyaba la España republicana. Y la oficina de autocensura también presionaba contra las películas más politizadas.

Los grandes estudios no solo se enfrentaban a estas tensiones en suelo nacional. También querían proteger sus negocios en los países del Eje y los territorios ocupados. Su temor a posibles boicots no era irracional: el cónsul alemán en Los Angeles, Georg Gyssling, ejerció un marcaje estrecho de las películas ambientadas en su país de origen, imponiendo cambios y cortes bajo la amenaza de vetar la difusión del cine estadounidense en el mercado germano.
En estas circunstancias, los creadores tendían a ser precavidos. En aras del comercio y la diplomacia, no se podía identificar a esas potencias enemigas que espiaban y saboteaban. Los responsables de El último mensaje del señor Moto convirtieron esa autocensura en un gag. En la ficción, unos documentos podían revelar qué país había organizado la red de espionaje que desmantelaba el protagonista… pero los personajes zanjaban el asunto sin dar nombres: “Tenga cuidado, mister Moto, o puede perder su trabajo”, se decía.

Con todo, algunos productores insistieron en abordar el peligro hitleriano. Los hermanos Warner generaron una gran polémica con ‘Confesiones de un espía nazi’, que señalaba al enemigo en el mismo título de la obra. La polémica llegaría al Senado: una comisión estudió el verano de 1941 películas como El sargento York o El gran dictador ante el peligro que sirviesen “de instrumentos en una guerra de propaganda”. El ataque a Pearl Harbor invertiría la situación: a partir de entonces, el poder político empujaría a la industria audiovisual.
Todos contra Hitler

El sector audiovisual preparó a toda velocidad una producción que aludía al ataque a Pearl Harbor, Air Force. También llevo a las pantallas una temprana respuesta militar contra Japón, un ataque aéreo sobre cuatro ciudades, en Treinta segundos sobre Tokio. Objetivo Birmania o Batán trataban de la campaña estadounidense en el Pacífico sin preocuparse demasiado por las connotaciones racistas de algunas escenas. En el ensayo La bomba, el historiador Howard Zinn señaló ese racismo en la representación del adversario.
Una de las consignas del Hollywood en guerra fue generar simpatía hacia los países aliados. Errol Flynn encarnaría a un resistente noruego ( Al filo de la oscuridad), un aviador británico (‘Jornada desesperada’) o un policía canadiense ( Persecución en el norte’). Humphrey Bogart lucharía en Libia y Francia o se concienciaría de nuevo, tras haber huido de la guerra, en Casablanca. También los aliados más incómodos tendrían sus propias historias de heroicidad y sacrificio: Estrella del norte o Días de gloria loarían la resistencia soviética; Estirpe de dragón y China supondrían acercamientos amables a la China comunista.

El mensaje patriótico y antifascista se incorporaba a todo tipo de ficciones: comedias románticas, musicales, dramas… En clave fantasiosa, ilustres personajes de ficción como Batman, Tarzán, el Hombre Invisible, el detective Charlie Chan o incluso Sherlock Holmes lucharían contra espías, soldados y ‘mad doctors’ vinculados con las potencias del Eje.

BRAZO CULTURAL DEL COMPLEJO INDUSTRIAL-MILITAR 

Uno de los legados de ese Hollywood en guerra fue la persistencia en la beligerancia. El clima de patriotismo militar había servido para disipar las dudas ciudadanas ante la que se consideró una guerra buena, una intervención excepcional y a regañadientes en beneficio del ‘mundo libre’. Pero las historias de espías, infiltrados y saboteadores persistieron, casi inalteradas. Sólo cambió el enemigo: la URSS reemplazó a la Alemania hitleriana. Y algunos de los artistas que más se significaron contra el fascismo serían represaliados… e incluso enviados a prisión.
Me casé con un comunista o The whip hand son ejemplos del cine antisoviético de los años 50. La asfixia propagandística no llegaría a los extremos vividos durante la II Guerra Mundial, pero el audiovisual estadounidense siguió movido por una cierta inercia. La guerra de Corea proporcionó nuevas heroicidades militares que contar a la audiencia. Y los ajustes de cuentas con el comunismo también tomarían formas metafóricas en el mundo de la ciencia-ficción. El complejo industrial-militar había tomado posiciones en Hollywood, y había llegado para quedarse.

PEARL HARBOR DE CELULOIDE

Entre los filmes que representan el ataque japonés a Pearl Harbor, quizá el más loado ha sido De aquí a la eternidad. Se trata de un drama de amores prohibidos y arbitrariedades castrenses en la Hawái que estaba a punto de sufrir el bombardeo nipón. Eso sí: las escenas bélicas apenas ocupan un cuarto de hora del metraje total. El resultado destaca por alejarse de la lógica propagandística y de las miradas idealizadas a la convivencia en el seno del ejército.

El realizador Michael Bay, en cambio, dedicó mucho más tiempo a la larga escena de acción que justifica su Pearl Harbor. Haciendo gala de un romanticismo más propio de un anuncio de perfumes, el autor de Transformers consiguió que el Spielberg más relamido pudiese parecer un prodigio de sobriedad. El espectáculo hipertrofiado, complementado por un melodramático triángulo amoroso, no podía concluir con imágenes de derrota. Así que Bay y compañía incluyeron un último acto sobre la misión que ya había inspirado Treinta segundos sobre Tokio.

Los responsables de Pearl Harbor se tomaron algunas libertades que despertaron una cierta estupefacción, como una escena en que el presidente Roosevelt se levantaba de su silla de ruedas para enardecer a los altos mandos militares. Pero también Tora, tora, tora! (1970), un raro ejemplo de gran espectáculo con pretensiones de crónica, ha sido discutida por diversas inexactitudes. El filme fue rodado por dos equipos diferentes, uno estadounidense y otro japonés, para evidenciar el entente entre países… hasta el punto de suavizar los engaños perpetrados por las autoridades japonesas. Además, el filme recogía algunas anécdotas relatadas por el capitán Mitsuo Fuchida, un militar algo mitómano cuya fiabilidad sería cuestionada por diversos historiadores.

El final de la cuenta atrás (1980) representa el toque fantasioso de esta lista. En el filme, un portaaviones se traslada cuarenta años atrás en el tiempo a causa de un raro fenómeno metereológico. La tripulación, estupefacta, tiene la posibilidad, la tentación, de cambiar la historia. El planteamiento recuerda al del mediometraje ‘Time element’, un episodio piloto oficioso de la emblemática serie ‘La dimension desconocida’.