Eliseo Alberto es un escritor cubano. Por desgracia fallecido en 2011. Para entender un mucho la Cuba de sus amores, había que leerlo. Era columnista semanal de un diario capitalino y uno de los mejores de esa elite de grandes escritores. Era un poco como aquel critico implacable del régimen cubano, Guillermo Cabrera Infante, quien un día dejó Cuba y nunca regresó. El autor de Tres Tristes Tigres. En ese exilio que mata y que a veces las horas del reloj enloquecen, sobre todo cuando se está tan cerca y a la vez tan lejos. O de Miami o de México. De aquellos, las famosas 90 millas, donde por las noches huele a Cuba y ese aire impone nostalgia. Lo que le ocurre a Cuba y a Fidel Castro es un poco lo que le ocurrió al sempiterno dirigente cetemista Fidel Velázquez, quien en los estertores de la muerte, solía decir: “Estoy tan viejo que hasta la muerte se olvidó de mi”. Quienes hemos estado en La Habana comprendemos el amor de México y Cuba, como rezan sus cantores, lo mismo Beny Moré que Celia Cruz y los grandes soneros. ‘No hay que olvidar que México y la Habana son dos ciudades que son como hermanas, para reír y cantar”. Hay tantas historias que se cuentan de pescadores que en los botes arriesgaron la vida para buscar la libertad. Esa libertad de la que no gozan, aunque sean brillantes en los deportes y en la medicina muy limitada y en los cantos soneros. Algún día vendrá un nuevo amanecer para Cuba. Toqué el tema de Eliseo Alberto porque me hice de un libro suyo, Viento a favor, las crónicas periodistas con que nos deleitó antes de morir ‘rajado por la mitad’, como solía decir de él mismo al compartir las dos nacionalidades: cubano y mexicano. Que eso debe ser picante y sabroso. Compren el libro cuando puedan y deléitense, como lo hago ahora mismo, con historias del exilio, el cómo deslumbraron al mundo aquellos genios de la Tremenda Corte, la radionovela más exitosa de habla hispana, que aún resuenan Nananina y Rudecindo Caldeiro y Escobiña y José Candelario Tres Patines. Cuenta Eliseo: “No hay taxista o mesero de restaurante o enfermera o vendedor de tamales o tragafuegos o policía de tránsito que, al detectar ni acento habanero, no intente imitar las voces de esos queridos personajes, sólo conocidos por las muy frecuentes emisiones radiales de La Tremenda Corte. Siempre sentencian: ¡A la reja!”. Amigo de Gabriel García Márquez, amistad que se perdió por el barbudo Fidel, hijo del poeta Eliseo Diego, fallecido en julio de 2011 en hospital mexicano por una operación de trasplante de riñón, Eliseo pasa a formar parte de los grandes novelistas cubanos, de los inmortales, de aquellos que no regresaron vivos a su tierra pero que sus cenizas se esparcieron por ese suelo amado llamado Cuba. Buen libro.

EL MÁS FAMOSO DE LOS BESOS

Las fotos suelen inmortalizar los momentos. Dejarlos guardados para siempre en la mente y en el sentir al paso de los años y de los siglos. Cuántas de ellas no se han inmortalizado, perennes en el imaginario colectivo. Hay muchas. Solo basta que el fotógrafo o paparazzi esté en el momento indicado, cuándo hay que apretar el botón y que este haga click. Al físico y científico Albert Einstein, alguna vez alguien lo tomó arriba de un auto. Einstein, al verse descubierto, sacó la lengua al intrépido fotógrafo, un Garrido cualquiera. El fotógrafo jamás pensó que esa foto, con la lengua de fuera, se convertiría en un icono y se mostraría en la mayoría de los cuartos de estudiantes de todo el mundo. Hubo muchas. La de Korda al Che Guevara, en 1960, con el rostro mirando a lo lejos y esa boina y la estrella, sirvió como imagen de la revolución cubana, y se ha plasmado en millones de camisetas. La de aquellos soldados americanos en Iwo Jima levantando la bandera, aunque dicen los enterados que la hicieron en dos tomas, porque la primera no le quedó bien al fotógrafo. Hay miles de ejemplos. Ahora me entero que la protagonista del beso más famoso en la historia, una enfermera casi anónima, llamada Edith Shain, murió hace días a los 91 años de edad. Va la historia: En 1945, cuando la Segunda Guerra Mundial terminaba, en la afamada calle Times Square de Nueva York, un soldado anónimo tomó de la cintura a una enfermera, ambos vestidos con sus uniformes normales, le dio un buen fajín y apretón y le plantó sendo beso que se inmortalizó. La inclinó entre sus brazos, como si bailaran un tango. Era el fin de la guerra y la prestigiada revista Time la publicó en portada, sin saber que esa foto no solo recorrería el mundo cómo celebración de fin de las batallas, si no como icono que sobrevivió a los temporales. Era el Día de la Victoria, y la foto fue tomada en blanco y negro. El fotógrafo fue Alfred Eisenstaedt, y la mujer, al paso del tiempo, dijo: “El muchacho me agarró y yo cerré los ojos. Le dejé besarme, porque había estado en la guerra, luchando por todos nosotros, y me sentí feliz de hacerlo. Después me dejó sola y me marché”. Por su parte, el fotógrafo, muerto en 1995, declaró: “La gente me dice que cuando yo esté en el paraíso, ellos van a recordar esta foto”.

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