Modesto juraba y juraba, y volvía a jurar, que vio con sus propios ojos a una serpiente alada en la mar cuando iba hacia el seno de aguas profundas. Modesto hacía una cruz con los dedos y juraba que no mentía, que había visto a esa serpiente con alas. Viajaba la serpiente alada entre las aguas de la mar. Era la serpiente alada gorda y como de dos metros. Pude ver que era muy parecida al pez diablo por la musaraña de la cara, pero era alada, no como el pez diablo. Eduardo dormitaba pasando esa cruda espantosa del día anterior. José seguía borracho vomitando en el camarote. Por eso, de los tres que íbamos a bordo, solo yo pude ver a la serpiente alada. Cuando la serpiente alada nadaba surcando las olas de la mar hacia la lancha, les grité a mis compañeros pero no me oyeron por las condiciones en que estaban y por el sonido del aire fuerte de la mar. Angustiado tomé el arpón para defenderme a costa de mi propia vida, aunque por alguna extraña razón nunca tuve la intención de matarla. Blandí el arpón en el aire, pero cuando estuvo cerca la serpiente alada me quedé como engarrotado sin saber que hacer. Era la serpiente alada como un gran pájaro, pero con cara de pez muy expresiva. Como a diez metros se paró sobre la cresta de las olas y la pude ver extendiendo sus amplias alas. Su cuerpo era cilíndrico como la mazacuata ceniza del estero. Tal vez las gaviotas también notaron esa rara presencia, sintieron como que esa serpiente alada no era de esa mar. Las gaviotas, sintieron que algo no estaba bien, se arremolinaron arriba de la serpiente alada haciendo resonar su algarabía y su miedo. Tres mordiscos tiró la serpiente alada a las gaviotas parándose casi derechita sobre las aguas y dando grandes saltos. Les volví a gritar con fuerza a Eduardo y a José para que vieran aquella misteriosa figura de la serpiente alada, pero no me hicieron caso. Como hubiera querido tener en mis manos aquella cámara fotográfica del señor Luis Cano para lograr un testimonio de lo que había visto. El hecho quedó para mi satisfacción y alrededor mío tuve a dos testigos presentes pero no presenciales, bien dicen que el alcohol es un buen compañero de la estupidez. Dio tres saltos la serpiente alada sobre las aguas de la mar, y antes de perderse en la infinidad de las aguas saladas podría jurar que volteó a verme. De que fue una serpiente alada única, tan distinta a todos los peces de la mar, yo lo puedo testimoniar. Uno de mis hijos compró en la Ciudad de México un libro con fotografías de peces para que yo pudiera ver si alguno era parecido a la serpiente alada que esa vez me cautivó en las aguas de la mar. No, ningún pez es igual, dije después de ver una y otra vez el libro. Ninguno se parece a la serpiente alada que vi, concluí después de mucho ver las imágenes. Ya viejo, rasgando los noventa años, ya no contaba nada de la serpiente alada para evitar la burla. Una vez pasé como todas las tardes a tomar una copa de anís con jerez a la cantina de Marcial Huesca, y ahí me encontré con un señor vestido de blanco que se interesó por mi historia. Temeroso tomé mis precauciones, pero se veía tan sincero que le conté aquella visión tan bella pero tan extraña. Después de esa plática, a la semana volvió a visitarme, tomamos unos tragos y desveló un cartón con una figura que él, como pintor, que yo no sabía que lo era, había dibujado a la serpiente alada de la que yo le conté. Di un salto de alegría y abracé el cartón, era la misma imagen de la serpiente alada que yo había visto muchos años atrás. Es exactamente la misma, le dije agradecido al pintor. Lo curioso es que el abuelo de ese pintor, don Jaime, en otra mar, también había visto a esa serpiente alada, quizás era otra, pero la imagen era la misma. Las mares guardan en sus aguas secretos más grandes que la imaginación de un pobre pintor, me dijo aquel hombre vestido de blanco. Gracias Zazil. Doy fe.