Para tratar de entender lo que el mundo, mejor dicho la humanidad, está viviendo actualmente necesitamos las herramientas intelectuales de las personas que se preocupan por entender las raíces o causas de lo que está podrido y porque está podrido, porque definitivamente no todo está podrido, pero cuando las cosas se pudren totalmente entonces el fin viene por sí mismo, como una ley matemática que cumple su función purificadora y ejemplos existen muchos a lo largo de la historia de la humanidad
La frase de Shakespeare, en su obra cumbre Hamlet, no todo está podrido en Dinamarca, es más actual que nunca por lo turbio del panorama, porque cuando todo se oscurece al final de la noche siempre aparece el día, y ese día puede llegar con un sol esplendoroso o con un cielo grisáceo, nublado y tormentoso, con truenos, lluvias, relámpagos y centellas, también puede ser que vengan con ese día catástrofes terribles como un terremoto, un tsunami y hasta un diluvio universal pero a final de cuentas vendrá un nuevo día.
Lo que quiero decir es que pase lo que pase siempre habrá un nuevo amanecer por muy duro y difícil que nos pueda parecer. Esa ha sido la historia de la humanidad desde sus más remotos orígenes.
Ahora bien si las cosas se ponen turbias en el acontecer humano es porque algo está mal y ese algo no viene de la nada sino que surge desde nuestro interior, y ese algo que está mal contamina todo lo que gira a su alrededor, de ahí el clásico refrán popular que dice “Dios ayuda a los buenos, pero también ayuda a los malos cuando son más que los buenos” y tal pareciera que en los presentes tiempos la tendencia fuera hacia el mal.
Si Adolfo Hitler apareció fue porque la inmensa mayoría de los alemanes querían un mesías que los salvara de la terrible situación en la que los habían metido los aliados que les hicieron firmar el leonino tratado de Versalles. Su aparición no fue una casualidad sino una causalidad. Recordemos, también, aquel refrán que afirma “cuidado con lo que pides porque se te puede conceder”.
Volviendo al tema del mal, para tratar de entender, un poco, como dije al principio sobre las herramientas intelectuales, me apoyaré en las reflexiones de un filósofo conocido y reconocido escrita en una de sus variadas obras titulada Las raíces del mal moral, Ética, Dietrich Von Hildebrand.
Este filósofo nace el 12 de octubre de 1889 en Florencia Italia. Sexto y último hijo del escultor Adolf Von Hildebrand (de quien aprende admirar la belleza) y de Irene Schäufellen. Pasa su juventud entre Italia y Alemania; obtiene el título de bachiller en 1906 1907, conoce a Max Scheler en 1909. Va a Gottingen para estudiar con Husserl y Adolf Reinach. En 1912 contrae matrimonio con Margaret Denk y obtiene el título de Doctor en Filosofía 1914 abraza la fe católica junto con su esposa. En ese mismo año empieza a enseñar en la Universidad de Münich, hasta 1933. En ese mismo año abandona Alemania en marzo, al día siguiente del incendio del Reichstag, y marcha a Viena.
De acuerdo con uno de sus biógrafos Juan José García Narro el autor trata temas como la concupiscencia, el orgullo, la vanidad, la pereza, rebeldía, entre otros. Finaliza con su propuesta y conclusión que concierne al tema de la ética cristiana.
El autor enfatiza en lo que es una mala acción moral, dice que se da cuando se buscan bienes subjetivos satisfactorios, pasando por alto y contradiciendo un bien moralmente distinguido. Continúa señalando que “la fuente del disvalor moral de una acción está en el desprecio o en la ignorancia de un valor moralmente relevante o en la destrucción de un bien moral relevante” y que la ceguera de estos valores no se debe a falta de dotes naturales, sino que es debido a una actitud de la cual se es responsable personalmente.
Deben estudiarse las raíces del mal para saber cómo la búsqueda de un bien subjetivo y turbio, puede resultar ser especialmente atractivo y deseable para el hombre. Hildebrand asegura que “el orgullo y la concupiscencia son las raíces del mal moral” ya que contradicen el centro que responde al valor amoroso; por ello se centra en la investigación de la esencia y función de éstos, que constituyen el mal moral.
El autor centra su atención en las formas de coexistencia del bien y del mal en el hombre, rasgos que pertenecen a su misterio y que están muy presentes en diferentes circunstancias. Considera cinco formas principales de esta coexistencia benigna y maligna, anticipando que “en la medida en que prevalece la actitud de respuesta al valor, disminuye el orgullo y la concupiscencia”.
Adentrándose de lleno al tema de la concupiscencia, postula que una persona con esta tendencia está completamente absorbida por lo meramente subjetivo satisfactorio y sordo a la llamada de los valores morales relevantes. El concupiscente ha fracasado en su libertad de la voluntad, está rendido y es incompatible con la actitud de respuesta al valor moral, ignorándolo, permaneciendo indiferente y rebelde.
Presenta también los tres tipos de concupiscentes que hay, los cuales son el apasionado, con un fuerte temperamento, violento, duro y cruel por alcanzar lo deseado. El segundo es vegetativo y flemático, donde se asume una forma de vida perezosa y pesada al estar anquilosado en lo agradable; y, por último el delicado, que no anhela nada pero tampoco es prisionero de lo agradable, siendo incapaz de amar.
Por último toca el tema del orgullo, que es la segunda raíz principal del mal moral. El hombre orgulloso se caracteriza por ser egocéntrico, “se concentra en su autoglorificación, en la consciencia de su propia importancia y superioridad, y en su preponderancia soberana”. También aquí nuestro filósofo enumera diversos tipos de orgullos, como son el satánico, la glorificación de sí mismo, la vanidad y la altivez. El odio satánico se caracteriza por mostrar una grandeza y señorío, se odia todo valor auténtico y se aspira a destronar los valores morales, y por tanto a Dios. Este hombre es ciego a los valores morales, no puede ver ni su riqueza ni su dignidad, aborrece toda sumisión y obediencia, pues se rechaza toda invitación a ser sumiso de otro.