Esta semana se nos rompió Internet. El trending topic ardió y sucedió que todos hablábamos de lo mismo y lo sabíamos, incluso sin necesidad de explicitarlo. Nosotros, los buenos, los educados, los intelectuales progres, nos unimos en contra de los otros, los malos, los ignorantes, los trolls. Y todo por un nombre: Tamara de Anda.
Tamara, también conocida como Plaqueta en redes sociales, es una periodista radicada en la Ciudad de México a quien la semana pasada un taxista le gritó “guapaaa”, acción por la que ella no se quedó callada: se le enfrentó y le dijo que podía denunciarlo por falta administrativa.
Y así fue: Tamara vio una patrulla, acudió a ella y un rato después estaba en el Juzgado, levantando la denuncia ante el estupefacto taxista que no pagó –que no pudo, seguramente– los tres mil pesos de multa y que pasó la noche en el Torito.
Las críticas por lo sucedido y documentado en Twitter y Periscope no tardaron en llegar, así como tampoco los insultos y las amenazas. En pocas horas, Tamara leyó en sus notificaciones todo el argot mexicano para la ofensa y los avisos de que la tenían ubicada y que irían a darle un verdadero susto o, directamente, que la violarían. De parte de las mujeres tampoco hubo consenso: unas la apoyamos y otras se complacieron en insultarla tanto como sus contrapartes masculinas. Algunos hasta hicieron comunidad basada en lo “divertido” que era insultar a Tamara. Comunidades formadas por el odio…
Pero también surgió una pregunta que me dejó atónita: “¿cómo podemos nosotros, los hombres, decirle guapa a una mujer sin que nos denuncie?”, “¿cuál es el tono para decirle a una mujer guapa sin que sea acoso?”.
Éstas y muchas otras de las respuestas generadas por la denuncia que Tamara interpuso dejan en claro una cosa: es la palabra y no la intencionalidad la que llama la atención, y que la educación cívica cubre todo, menos las interacciones de algunos hombres con las mujeres.
Me explico: difícilmente logro imaginarme que alguien que vive en sociedad no tenga presente ciertas reglas de cortesía comunes con el resto de los habitantes de su comunidad. Ciertamente no todos crecemos con los mismos patrones de amabilidad –por ejemplo, yo no conocía la expresión “en mi casa, que es su casa” hasta que entré a la prepa y siempre me he rehusado a contestar a un llamado con un “mande”, que tampoco me fue inculcado– pero hay fórmulas básicas de convivencia que todos de una forma u otra conocemos: “Buenos días/tardes/noches”, “con permiso”, “Disculpa, ¿podrías…?”.
A estas expresiones comodín, que pueden intercambiarse o modificarse levemente según la situación en las que nos encontremos, tenemos que sumarle el tono de voz y la expresión corporal: es mejor saludar con una sonrisa, pedir un favor con un tono de voz suave en la medida de nuestras posibilidades, acercarse a un desconocido con el cuerpo relajado y no como si estuviéramos a punto de atacarlo.
Sabemos, por ejemplo, que si quisiéramos pedirle la hora a un extraño, nos hemos de dirigir a él o ella con algún saludo y después pedirle, por favor –ya sea explícito con las palabras, o implícito, por el tono– que nos diga qué hora es. No nos paramos frente a nadie y le gritamos “¡HORA! ¡Quiero saber la hora!”. Tampoco le gritamos a los desconocidos que caminan frente a nosotros a paso de tortuga “¡quítate, estorbo!” ni se nos ocurriría la osadía de decirle a alguien que su “outfit” es horrible.
Pero esto, por alguna razón difícil de entender, no parece aplicar con las mujeres. Cuando salimos a la calle no falta el individuo que considera su derecho gritarnos ―o susurrarnos, o meramente decirnos― lo que se le cruce por la cabeza en alusión a nuestra apariencia. Aunque probablemente este mismo individuo sepa la importancia de decir “gracias” y “por favor» y sea capaz de ir a la tienda de la esquina y decirle a la dependienta “buenos días, doña Mary, ¿tiene blanquillos?”, la educación se le acaba cuando se topa con una mujer sola. Porque en serio, ¿alguien de veras considera cortés soltarle, sin ton ni son, cualquier cosa ―ya no digamos una vulgaridad totalmente explícita― a una extraña?
Entonces, ¿cómo decirle guapa a una mujer sin que ésta lo considere acoso? Es tan simple como tratarla como a un ser humano.
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