“Todos escogen el mismo camino. Todos se van”.

Juan Rulfo era un hombre de pocas palabras. Tal vez porque como él mismo decía: la vida no es muy seria en sus cosas. Y es que, si viviera –este pasado 16 de mayo cumpliría 103 años–, aquel hombre delgado, cauteloso, austero, con pasión por lo esencial, de mirada nerviosa y penetrante, discreto hasta la timidez y que soportó bien el peso de su enorme prestigio, eso era más que una eternidad y eso sólo lo viven los muertos.

Con una obra corta pero intensa, El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955), Rulfo escribió páginas brillantes de la narrativa mexicana que hoy se compendian entre las más importantes de la literatura universal para después someterse a un mutismo que lo acompañó hasta su muerte, acaecida un siete de enero de hace 33 años. Cuando se le insistía sobre su silencio (alguien se acercó para preguntar porqué no había publicado nuevos cuentos o novelas y él lo vio sin mirarlo y le dijo que las historias que había escrito se las contaba un tío suyo que ya había fallecido y por lo tanto ya no podía contar nada), él siempre se evadía entre numerosas explicaciones y respondía: “Volveré a escribir cuando tenga otra historia como Pedro Páramo para contar”.

Pero una pura nada que volvió escribir. Y así lo hizo ver él mismo cuando recibió en 1970 el Premio Nacional de Literatura: “Por ahora no recuerdo quién dijo que el hombre era una pura nada. No algo, ni cualquier cosa, sino una pura nada. Y yo me siento así en este instante; quizá porque conociendo lo flaco de mis limitaciones jamás elaboré un espíritu de confianza; jamás creí en el respeto propio… Quiero aclarar a mis semejantes, a los que deberían estar en mi lugar, que no me guarden ningún resentimiento, que si estamos aquí, pobres de nosotros convertidos momentáneamente en una res pública, tal vez se deba a que tenemos algunas virtudes que ni nosotros mismos conocemos, o quizá simplemente el valor de presentarnos ante el Señor Presidente de la República y ante muchos otros hombres representativos de las virtudes de México, exponiendo nuestra humildad”.

Y junto con la humildad, el silencio lo volvió legendario. De hecho, Elena Poniatowska resalta su parquedad en su libro ¡Ay vida no me mereces!, en el que reproduce una entrevista al escritor realizada en 1954, un año después de la publicación de El llano en llamas y uno antes de Pedro Páramo, en la que comenta que Rulfo tardó media hora en contestar la primera pregunta: “Me miraba lastimosamente como miran esos perros a quienes se les saca una espina de la pata. Y al fin comencé a oír la voz de los que cultivan un pedazo de tierra seca y ardiente como un comal, áspero y duro como un pellejo de vaca”.

Sin embargo, logró sacarle algunos datos biográficos: “Mi padre murió cuando tenía yo seis años; mi madre, cuando tenía ocho. Cuando mis padres murieron yo sólo hacía puros ceros, puras bolitas en el cuaderno escolar, puros ceros escribía. Nací el 16 de mayo de 1917 en Sayula pero me llevaron luego a San Gabriel. Yo soy hijo de Juan Nepomuceno Rulfo y de María Vizcaíno. Me llamo con muchos nombres: Juan Nepomuceno Carlos Pérez Rulfo Vizcaíno… Mis padres eran hacendados, uno tenía una hacienda: San Pedro Toxin y otro, Apulco, que era donde pasábamos las vacaciones. Apulco está sobre una barranca y San Pedro a las orillas del Río Armería. También en el cuento de El llano en llamas aparece ese río de mi infancia. Allí se escondían los gavilleros. Porque a mi padre lo mataron una gavilla de bandoleros que andaban por allí, por asaltarlo nada más… A nuestra Hacienda de San Pedro la quemaron como cuatro veces, cuando todavía vivía mi papá. A mi tío lo colgaron de los dedos gordos y los perdió; era mucha la violencia y todos morían a los 33 años. Como Cristo, sí. Así es que soy hijo de gente adinerada que todo lo perdió en la Revolución”.

En San Gabriel estudió la primaria con “unas monjitas francesas josefinas” y cuando llegó la Cristiada lo mandaron con sus hermanos a un orfanatorio de Guadalajara. En 1933 quiso ingresar a la Universidad de Guadalajara, pero la institución estuvo en huelga durante algunos años, razón por la cual decidió viajar a la ciudad de México para continuar sus estudios. Pero ahí no le revalidaron su preparatoria y luego reprobó el examen de admisión a la Universidad, por lo que decidió trabajar como agente de migración en la Secretaría de Gobernación. Después ingresaría a la Compañía Goodrich Euzkadi como agente viajero, encargado de la venta de llantas de automóvil y ocho años después, en 1954, como integrante del Departamento de Publicidad.

Pero quien escribiría después que “lo único que hace a uno mover los pies es la esperanza” ya había hecho sus pininos literarios en la revista América, donde apareció, en 1945, su primer cuento: La vida no es muy seria en sus cosas. Ocho años después publicó su libro El llano en llamas, el cual generó un alud de elogios por parte de la crítica, que señalaba, entre otras cosas, que con la aparición de esa colección de cuentos se inauguraba un “nuevo realismo mexicano”. Dos años después publicó Pedro Páramo. En esa ocasión, Carlos Fuentes escribió en un artículo publicado en L’espirit des letras: “Con Pedro Páramo, recién publicado en la colección Letras mexicanas del Fondo de Cultura Económica, el escritor joven Juan Rulfo renueva y fecunda la novela mexicana, cuyas obras El águila y la serpiente y Los de abajo son reportajes auténticos que provocan la emoción en función de la brutalidad y la simplicidad dramática de los hechos relatados, la novela mexicana no había podido trascender el carácter naturalista y superficial de la obra de tesis –carácter al cual esas dos novelas parecían condenarla–. Hoy Rulfo ha comprendido que toda una gran visión de la realidad es el producto, no de una copia fiel, sino de la imaginación. Como Orozco y Tamayo en pintura, él ha incorporado las tonalidades del paisaje del México interior… La capacidad de recreación de Rulfo, frente a la naturaleza, es bastante semejante a la de D. H. Lawrence. En Rulfo, como en el autor de La serpiente emplumada, la descripción de la naturaleza nunca se da como fenómeno aparte, jamás es descanso, sino más bien un todo completo que desde las primeras páginas penetra la conciencia del lector y de los personajes”.

La Novela, así, junto con los Cuentos de El llano en llamas, lleva ya más de sesenta años reeditándose en varios idiomas. “Las traducciones se suceden sin interrupciones –dijo a La Jornada Víctor Jiménez, Presidente de la Fundación Juan Rulfo, responsable de la organización de las actividades para conmemorar el centenario del escritor jalisciense–. Se editan de manera permanente. Los editores y críticos extranjeros consideran la obra de Rulfo ya como una obra de catálogo, no sólo como la de un autor que deslumbró en su momento al ámbito literario. Sus dos obras se encuentran de manera permanente reditándose. El interés por las mismas, a más de seis décadas de su aparición, va en aumento”. Una de la más reciente edición de las obras de Rulfo fue la traducción al malayam, una lengua de la India.

En ocasión de los 50 años de la publicación de El llano en llamas, Gabriel García Márquez escribió que el descubrimiento de Rulfo, como el de Kafka, son sin duda un capítulo esencial de sus memorias: “Yo había llegado a México el mismo día que Ernest Hemingway se dio el tiro de la muerte, el 1 de julio de 1961, y no sólo no había leído los libros de Juan Rulfo sino que ni siquiera había oído hablar de él. Vivía en un apartamento sin ascensor de la Calle Renán en la colonia Anzures (de la CDMX). Teníamos un colchón doble en el dormitorio grande, una cuna en el otro cuarto y una mesa para comer y escribir en el salón con dos sillas únicas que servían para todo… En esas estaba cuando Alvaro Mutis subió a grandes zancadas los siete pisos de mi casa con un paquete de libros, separó del montón el más pequeño y corto, y me dijo muerto de risa: ‘Lea esta vaina, carajo, para que aprenda’. Era Pedro Páramo. Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la noche tremenda en que leí La Metamorfosis de Kafka, en una lúgubre pensión de estudiantes de Bogotá, casi 10 años atrás, había sufrido una conmoción semejante. Al día siguiente leí El llano en llamas y el asombro permaneció intacto. El resto de aquel año no pude leer a ningún otro autor porque todos me parecían menores… El escrutinio a fondo de la obra de Rulfo me dio por fin el camino que buscaba para continuar mis libros y que por eso me era imposible escribir sobre él sin que todo esto pareciera sobre mí mismo. Ahora quiero decir también que he vuelto a releerlo completo para escribir estas breves nostalgias, y que he vuelto a ser la víctima inocente del mismo asombro de la primera vez. No son más de 300 páginas, pero son casi tantas y creo que tan perdurables como las que conocemos de Sófocles”.

Y Rulfo se arropa en esa humildad que lo persigue como su sombra y, tal vez pensando que tanto elogio no hace bien, ataja: “El mérito no es mío. Cuando escribí Pedro Páramo sólo pensé en salir de una gran ansiedad. Porque para escribir se sufre en serio. En lo más íntimo, Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca: fue pensada a partir de una muchachita a la que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida”.

O la interpretación que él mismo hacía de su obra: “Se trata de una novela en que el personaje central es el pueblo. Hay que notar que algunos críticos toman como personaje central a Pedro Páramo. En realidad es el pueblo. Es un pueblo muerto donde no viven más que ánimas, donde todos los personajes están muertos, y aun quien narra está muerto. Entonces no hay un límite entre el espacio y el tiempo. Los muertos no tienen tiempo ni espacio. No se mueven en el tiempo ni en el espacio. Entonces así como aparecen, se desvanecen. Y dentro de este confuso mundo, se supone que los únicos que regresan a la tierra (es una creencia muy popular) son las ánimas, las ánimas de aquellos muertos que murieron en pecado. Y como era un pueblo en que casi todos morían en pecado, pues regresaban en su mayor parte. Habitaban nuevamente el pueblo, pero eran ánimas, no eran seres vivos”.

Y como los personajes de sus relatos, que no se conocen por su descripción, ni por su cuerpo, sino por su voz, que es la que les da forma, que escupe su esencia y sólo se les adivinaba lo que habían sido por la palabra, el propio Juan Rulfo será recordado por esas palabras que con la muerte toman una nueva dimensión: Pedro Páramo y El llano en llamas. O como él mismo escribió: “Encontrarás más cercana la voz de mis recuerdos que la de mi muerte”.