A ambos los conocí en el tránsito de la infancia a la adolescencia, tendría unos 11 o 12 años. Su familia llegó a vivir a Córdoba a principios de los años 70. Su padre, el Lic. Guillermo Cházaro Lagos tuvo una agencia de representación de la UNPASA, distribuía el endulzante y alcohol puro de caña. Uno de sus hermanos menores fue mi compañero de pupitre en sexto año de la primaria y la secundaria, Francisco Javier, Kiko, y ya los dos mayores, Guillermo de Jesús (Guillo) y Tirso Rafael (Tito) habían adquirido un cierto tinte legendario, el primero en aquella Xalapa de la década de los 60 que aún se recuerda con nostalgia, que transitaba entre la inocencia pueblerina y el frenesí impetuoso de las épocas universitarias, en las que deambulaba por el perímetro que comprendían las calles de Bremont, Jiménez e Hidalgo, mero enfrente de El Pabellón, en el ‘parquecito’; por su parte el segundo de los hermanos, había iniciado ya adolescente un largo periplo que lo llevaría por el Viejo Continente, que lo traería de vuelta después de muchos años a Cancún, Huatulco, la ciudad de México y Cuernavaca, para ir a parar a un lejano puerto en el noroccidente de la costa mediterránea italiana, para vivir una historia tipo intriga internacional que jamás se hubiera imaginado el buen Tirso que viviría algún día, para lo cual solo se necesitaron 3 coincidencias: estar en el lugar indicado, en el momento justo, con la persona adecuada, cosas que solo se dan una vez cada mil años y, a veces, se requiere de más tiempo. El Guillo y Tito o Tito y el Guillo han vivido muy deprisa todos estos años y, cada quien, muy a su manera han escrito páginas de la historia reciente xalapeña que algún día alguien habrá de compendiar como para recordar cómo era la vida en los tiempos del rocanroleo. Lo escribe Marco Aurelio González Gama, directivo de este Portal.