Buen día apreciado lector:
Había una gran expectación.
En la XEW, la estación más oída en la radio se hablaba bastante de tal acontecimiento.
A la gente se le enchinaba la piel porque el asunto inspiraba temor.
No se sabía qué podía pasar, algunas señoras recomendaban rezar, encomendarse a Dios, arrepentirse de sus pecados, pedir perdón, no fuera que se acabara el mundo o Jesucristo descendiera con todo su poder a juzgarnos.
El Diario Excélsior, el más leído, que mi padre solía llevar a la casa de Hidalgo 11 traía fotos en primera plana de personas tipo exploradores, con sus cascos redondos sobre la cabeza y en pantalones cortos, vestidos de color café, junto a unas cámaras en tripié que eran telescopios impresionantes y jamás vistos.
Fue el mes de marzo de 1970 y se decía que ese eclipse haría que la tierra se oscureciera como nunca se había visto, pero sólo ocurriría en el pueblo de Mahuixtlán, Oaxaca, relativamente cerca de Acayucan.
Llegó el día, el día siete.
A las mujeres embarazadas se les había ordenado, aún con la severidad paterna de entonces, ponerse cintas de color rojo en la cintura, por lo que la tienda vecina de la Abuelita se llenaba de gente comprando esas telitas que evitarían que los próximos niños nacieran con el labio partido, después supimos se llamaba «labio leporino».
Era un día bastante soleado como la mayoría de las veces en mi tierra.
Alrededor de las once empezó a ponerse «triste», como decimos allá cuando se avecina una tormenta. Ya se nos había advertido como ahora, no mirar el sol direrctamente sino con lentes especiales o verlo reflejado en la tierra, hacíamos círculo con los dedos de la mano o mirarlo reflejado en una palangana con agua, porque la vista se afectaría de hacerlo directamente.
Ya cerca del meiodía poco a poquito se adelantaba el atardecer. Todas las familias nos salíamos de la casa, afuera, en la banqueta nos aglutinamos esperando lo desconocido.
Empezó a pardear, las aves, los pichos, tordos y zanates, incluso los loros pequeños empezaban a escandalizar con la tradicional bulla de cada tarde cuando abarrotan las copas de los árboles y buscan refugio como cada tarde de pueblo.
Animales como los caballos buscaban su refugio, las aves sus nidos, las gallinas sus árboles para treparse a pasar la noche mientras se iba oscureciendo poco a poco.
El sol se iba opacando. En un santiamén se hizo la noche; y en menos de tres minutos la luna se interpuso totalmente entre la tierra y el sol, pero no le alcanzó el tamaño para taparlo completamente.
Esa noche adelantada, improvisada, e inesperada de las doce del día se presentó de repente a los ojos de México. A mis 18 años todos en la familia que atestiguamos ese incomprensible fenómeno nos quedamos mudos, aunque siempre con el ¡ahhhh! como única expresión de los asombrados que lo contemplamos retadoramente en abierto.
Apenás duró una nada, cuando del anillo solar se desprendió un rayo de luz que surcó el universo y lastimó nuestros ojos y automáticamente bajamos la vista.
Otra vez ¡ahhhhh!; de repente sobre la calle y la banqueta se empezaron a ver inexplicables rayas, rápidas, una tras otra, rápido, pasaban y pasaban como cuando jugábamos a saltar la cuerda, lo que dio paso al nuevo amanecer.
Y la vida continuó su jornada; los gallos cantaban el ki-ki-ri-kiiii y todos nos sentíamos renacidos, todos nos abrazábamos; habíamos sobrevivido lo sobrenatural y le dábamos gracias a Dios.
Veintiún años después, otra vez vivimos lo que pensamos nunca más volveríamos a ver. Nos tocó el del once de julio de 1991. Parecido, este reportero junto con la familia se fue a Orizaba a presenciarlo en el Parque Gabilondo Soler. Otra experiencia similar e inolvidable.
Es algo que en verdad, no tiene precio.
Buen día lector, que sea una semana de paz y armonía en su hogar y su trabajo. Que la oscuridad no lo atemorice.
gustavocadenamathey@nullhotmail.com