La lluvia desnuda se aventura en tu cuerpo.

Humedece los recintos externos, acaricia el mapa de la piel, atesora el almíbar de los recuerdos y evita que la ternura se detenga en algún puerto melancólico.

La lluvia incursiona en redondeles y se enmaraña en los cabellos.

Baja por la hondura de la espalda, amenaza con ir sin escrúpulo alguno hacia los collados del deseo. Deja que los labios perciban la sal de las promesas, la ponzoña de los adioses, el virus de los amores sibilinos.

Se quedó en el oasis inconsolable esperando sedientos y moribundos. Se quedó contando los espectros del desierto, mientras las evocaciones del primer abrazo agonizaban en medio de la arena.

La lluvia no sabe de ideologías impúdicas. Sabe de orgasmos en medio del céfiro.

La lluvia, sospecho reprobó la física cuántica mientras fundaba poesías irredentas con la gramática de tu cuerpo en fuga.

Sin embargo, la lluvia, con todo lo mal que procede a veces, suele quedarse rasguñando en la ventana, mientras yo – se le nota la envidia- hago un Doctorado hierático de orfebrería en la tersura de tu alma.

La lluvia ausculta gemidos de galleta de soda y prefiere pensar que es un alarido escalofriante de Shakira.

Yo me quedo pensando (y ella se lo niega) en la confabulación de la lluvia.
La lluvia, en cambio, piensa que yo, soy un avieso más, que no sale damnificado por su culpa.

Publicado por Osmen Wiston Ospino Zárate en «Escrituralidad»