*No dejes que se olvide, que hubo una vez un efímero momento de gloria llamado Camelot. Un lugar donde nunca llovía antes del atardecer. No dejes que se olvide, que una vez hubo un lugar, que por un momento breve y brillante, fue conocido como Camelot.

EN EL CRUCE DE LA MUERTE

El 22 de noviembre, un día como hoy, de 1963, a las 12:30 minutos exactamente, el 35 presidente de Estados Unidos, John F. Kennedy, caía abatido en la Plaza Dealey de Dallas, Texas. He estado allí un par de veces, en ese cruce de la muerte donde cambiaron el rumbo de la historia. Rememoro ese texto: ‘El calor pega durísimo. 42 grados. El Concierge del hotel nos ha dicho cómo llegar a ese cruce de las calles Elm y Houston, estoy a minutos de ese sitio que juré algún día visitar. Todos nos acordamos dónde y en qué lugar estábamos cuando escuchamos la noticia de la muerte de Kennedy. Yo, al menos sí lo recuerdo. El tranvía nos deja a escasas cinco cuadras. Caminamos hacia la Plaza Dealey, escenario de aquella batalla de montoneros. Cuando sorprendieron al mundo y al mismo Servicio Secreto, al que le mataron a su Comandante en Jefe. Llego al parque. Veo el edificio de librería, el Texas School Book, que hoy sirve de Museo donde exhiben asuntos negros de ese día. Hay gente en la plaza. Todos se toman las fotos. Comienzo las mías. Fijo los sitios dónde dicen había tres tiradores, el almacén ya muy famoso, según esto Oswald lo hizo todo solito. La barda de madera, donde le pegaron el tiro de frente, que hizo que el film de Zapruder pasara a la inmortalidad al captar como la cabeza del presidente se va hacia atrás, producto del impacto de la bala, y Jackeline se sube al toldo pidiendo ayuda, veo también el puente de la autopista, allí se sospechaba estaba un cuarto tirador, por si fallaban los otros.

LOS GUIAS DE DALLAS

Este lugar, que es sitio de infortunio, ha sido catalogado como Monumento Nacional por lo que representó en la historia de las tragedias, y que ese día avergonzó a Dallas y a los texanos, aunque en realidad los que orquestaron su muerte fueron los capos de Washington (léase el último libro, ‘La Conspiración’, escrito por David Talbot, un amigo y colaborador de Bobby Kennedy, la versión más acertada a la realidad y que salió a la venta hace apenas un par de años, al igual que La Muerte del Presidente, de William Manchester, libro viejo, de encargo de la familia, dos libros señeros).

Ofertan todo a la calle. Un par de viejos ofrecen videos del presidente y un folleto de las fotos de aquel día del noviembre negro. Compro uno. Una gente de color por cinco dólares se ofrece de guía. Me quedo una media hora viendo todo, el letrero que atajó un poco la filmación de Zapruder. Todo sigue igual, en el cemento al piso hay dos equis que marcan el sitio donde las balas le pegaban al presidente en la cabeza y el cuello. No hago una oración por él, porque por él han rezado millones y son muchísimos los americanos que aún le recuerdan con cariño. Era un estadista, sus discursos aún están vigentes. Dejo el sitio y atravieso la calle. Voy al sexto piso de lo que ahora es un Museo, allí donde Oswald fijó aquel rifle, quien sabe por encargo de quién, aunque la CIA, FBI, Pentágono, Militares, Mafia y capos de las empresas del petróleo y el acero se conjuraron para dar un golpe de estado que pondría a un presidente dócil, un vaquero como Fox, que llevó como lápida haber sucedido así a ese presidente amado como Lincoln. Una empleada me vende el tiquet de entrada. 13.50 dólares. Tomo un audio video en español, esos aparatitos que te van llevando por todos los sitios donde las fotos están amuradas. No le hago mucho caso, he leído tanto de Kennedy que yo mismo podría ser guía. Las fotos con Jackeline en aquel paseo de gloria en Nueva York, en campaña. La famosísima, cuando se nombró un berlinés en Berlín, donde lloraban los alemanes al oírlo. La del día del crimen. Jackeline, cuando el impostor Johnson toma protesta y ella, con ese rostro y en shock llora en silencio con el vestido aun manchado de la sangre presidencial.

EN LA LIBRERÍA

No le doy muchas vueltas, los oteo de rapidito. Llama la atención una donde está el teletipo de la Associated Press, cuando a las 12:39 mandó al mundo la noticia de que JFK había sido baleado, aquella nota que el mundo consternado siguió y que Walter Cronkite, el Jacobo Zabludovsky de los gringos, dio la noticia de que había fallecido el presidente y luego, al aire, y ante todo el mundo que le veía, se enjugó las lágrimas que le brotaban. Recorro todos los cuartos. Llego al que tienen todo cerrado y encristalado. Repleto de cajas de cartón, exactamente igual a cómo lo dejó Oswald aquel día, allí no se puede penetrar, se ve por fuera y uno atisba hacia abajo, como se vería ese día, y se ven los árboles y el pavimento y los automóviles cruzar hacia el mismo sitio donde Kennedy cayó en emboscada en la caravana presidencial.

Salgo de allí, tomo el elevador, voy a la tienda de los souvenirs. Unas gorras, llaveros, un busto en miniatura del presidente. Me gasto ciento y pico de dólares y salgo con mi bolsa de cartón. Doy una última mirada a la Plaza. No sé si regrese algún día. Quizá sí. Quizá no. Pero cumplí un sueño, aquel que me propuse ir y ver por mis propios ojos el mismo lugar donde le aniquilaron. Como otras veces estuve en el otro santuario de Camelot, el Cementerio Nacional de Arlington, en Virginia, donde descansa al lado de Jackie y de Bobby, el hermano amado. No me ocupé de la Comisión Warren, esos viejitos sinvergüenzas avergonzaron a su país con ese Informe chafa’.

MAÑANA: En el Cementerio de Arlington.

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