¿Qué es eso? Más de tres personas tuvieron esa expresión al ver llegar a tanta gente rara con animales y maletas. Eran seres extraños a todo lo que habíamos visto en el pueblo. Después supimos eran gitanos nómadas que iban de pueblo en pueblo. Llevaban un caballo de patas anchas, al que le llamaban Percherón; un gato montés manchado, al que llamaban Tigre de la India; una mula vieja de color rojo, sin agraviar a Tota Vivanco; un loro “pitorrino” más grosero que Silvestre “Patán”; un coyote dientón, al que llamaban Chacal. Y varios animales que no conocíamos en la montaña. Pero lo más raro eran esas personas, hombres y mujeres, que pese a ser de carne parecida a la de nosotros, eran muy diferentes. Vestían con trapos de colores, pañuelos en la cabeza, joyas plateadas semejando espejos, pelo largo como si no conocieran al peluquero, cuchillos “machecones” atados a la cintura, escapularios enredados en el pescuezo, bandas de telas colgantes, barbas crecidas poco acicaladas, altos y corpulentos, personas totalmente distintas a nosotros. A las viejas del pueblo se les iban los ojos tras de los extraños, a Silvina Barradas se le veía una coqueta sonrisa que le afilaba la mueca, los hombres no veían a las caderonas mujeres por aquello de la fidelidad simulada. No tardó mucho en correrse la voz de la llegada inesperada de gente tan extraña. Nunca pensamos que hubiese un mundo tan distinto al nuestro. Al otro día, los extranjeros, levantaron una casa sin teja con un techo al que le llamaban carpa, amarrada con reatas y estacas “puntafierros” al piso. Que raro que a esa carpa no le metieran tablas como a las casas del pueblo. Llegaron esas personas con la alegría reflejada en el rostro, quizás parecido a aquel éxodo bíblico cuando arribó esa raza de bronce a la tierra prometida. En la tarde pusieron a tocar un aparato llamado vitrola que hacía un ruido infernal crispando a la acostumbrada paz del pueblo. Varios chiquillos del pueblo se acercaron para tentar a un curioso caballito como de palo brilloso que venía pegado a una rueda de madera. El caballito parecía muerto, tenía los ojos pelones y quietos. Un peregrino de esos extraños se acercó a nosotros y nos dijo: ¿lo quieren montar? Claro que sí, respondimos con alegría. Fue Emilio el que aceptó montar primero. Emilio estaba muy nervioso, reía sin sentido. Pero cuando esa “pinche rueda” donde estaba el caballito se movió llevándose a Emilio que gritaba como loco. Nosotros corrimos hacia el caserío de Julia “Pochota” salvando la vida. El extraño, al ver el miedo de Emilio, en una de las vueltas lo bajó de un tirón. Emilio corrió hacia nosotros pero se iba de lado como cuando los pollos de tío Fello tenían calentura. Al otro día, después de recuperar la vida fuimos a ver los títeres, que la verdad no sabíamos que eran. Ahí estábamos con un pie en el suelo y el otro casi en el aire para correr si se ofrecía nuevamente salvar la vida. De repente, tras de una cortinita apareció un muñeco vestido como esos extraños señores, dijo el muñeco llamarse Don Hormigón. No “chingues” el muñeco habla, dijo extrañado José mientras nosotros no podíamos cerrar la boca por el asombro y el miedo. Don Hormigón bailaba, hablaba, se movía y cantaba con la música de la vitrola. Luego aparecieron dos personajes más: don Puritano y doña Justina, todos muy divertidos. La verdad los títeres eran una delicia para chicos y grandes. Son títeres con alma, dijo mi abuela Piedad cuando los conoció. Muchos de nosotros llevamos la imagen fresca de aquellos muñecos que además de divertirnos nos enseñaban comportamientos humanos tan necesarios. Don “Burro”, ese viejo seco que no le hablaba a nadie, y que quizás con diez palabras vivió toda su vida, reía con tanta fuerza que hasta los ojos le lloraban. Los títeres le despertaron ese niño que nunca había podido salir del pecho claustro de don “Burro”. Nos dio mucha tristeza cuando después de la función, vimos con dolor como a don Hormigón se le fue el alma del cuerpo y desfallecido, ya sin vida, lo doblaron y lo metieron en un canasto; que horrible sensación aquella de gran dolor. Un ventrílocuo ingenioso, un muñeco con alma, una historia, un público sediento de reír, y la imaginación propia y única del ser humano, fueron suficientes ingredientes con los que se cocinó aquel momento para ser recordado eternamente. Hay pasajes en la vida que se convierten en paisajes de la vida imposibles de borrar. Disculpe caro lector la simpleza de mis palabras que son pocas para recuerdos que son tan grandes. Gracias Zazil. Doy fe.