Por Ramón Durón Ruíz (†)

Cuando seamos capaces de reconocer el valor original de la palabra, nuestro mundo se redimensionará positivamente, porque el don de la palabra siempre será uno de los privilegios que Dios concedió al hombre para ser, hacer, tener y crecer.
Por la palabra valemos y somos, la palabra trasmite el valor primigenio de lo que aspiramos y de lo que creemos, a través de ella se navega en el mar de la incertidumbre o se vuela en el cielo de la paz, con ella se anida en la soledad y la nostalgia o se crece en el amor y el entusiasmo.
Por la palabra somos nuestros peores enemigos o nuestros mejores amigos, utilizarla siempre en su exacta dimensión nos traerá beneficios que la razón no puede asimilar fácilmente, porque la magia de la palabra sólo la descifran aquellos que saben que están aquí no por casualidad, sino para trascender positivamente como parte del milagro de la vida.
Cada mañana la palabra te lleva a un proceso de autodestrucción o a una causa maravillosa de sanación y esperanza, las palabras que te dices desde que inicias con el milagro del nuevo día, son la brújula que guiará tu camino en las próximas horas.
La correlación es muy sencilla: palabras de odio, resentimiento, amargura, quejas, dolor, te llevarán a la enfermedad y al mal de la desolación; por otra parte, palabras llenas de agradecimiento, de amor, de felicidad, de bendiciones para todos, te conducirán al mundo que está hecho especialmente para tu vida, el del éxito, la prosperidad, la salud y la abundancia de bienes.
No malbarates el don maravilloso de la palabra, utilízalo sabiamente para crecer, para ser mejor, para servir, cada nuevo amanecer haz el siguiente ejercicio, al abrir tu ojos que tus primeras palabras sean para agradecer los cientos de milagros que la vida te provee: la salud, la familia, el hogar, el pan nuestro de cada día, el amor, el trabajo, las amistades, etc.
Te darás cuenta que son cientos los milagros por los que puedes agradecer desde el amanecer; después al verte al espejo, continua con la magia de la palabra a tu favor, haz una díada, conectando amorosamente con tus ojos y verbalizando mensajes de profundo amor a tu cuerpo, elogia que tienes vista, manos, que caminas, que estás sano, que puedes oler, utiliza el don de la palabra para amarte y respetarte profundamente, si no lo haces tú ¿Quién lo hará por ti?
Este ejercicio fortalecerá profundamente el valor de tu autoestima, de tu auto apreciación, de tu valor propio, haciendo que tomes conciencia de tus virtudes para que las fortalezcas y de tus debilidades para que las disminuyas, por una sencilla razón: somos lo que pensamos y existe una relación directa entre nuestras palabras hechas pensamientos y los logros de nuestra vida.
Si hay algo que todavía no llega a ti (trabajo, salud, un bien material, la solución de un problema, etc.) utiliza el don de la palabra para verbalizarlo; visualízalo amorosamente, vívelo, gózalo, disfrútalo, siéntelo como si ya estuviese contigo.
Cuando a través del don de la palabra eres capaz de armonizar mente, cuerpo y espíritu con el universo, inevitablemente la ley de la atracción funciona… a través de la palabra lo que pidas a la vida llegará a ti a su tiempo, no dudes… ¡llegará!
Por la noche, cuando estés por cerrar los ojos, haz uso del don de la palabra para agradecer al Creador que mientras miles de seres humanos más poderosos, más jóvenes o talentosos que tú están muriendo, tú sigues aquí, formando parte del milagro de la vida, el agradecimiento, la oración, la palabra adecuada traerán a ti un cúmulo de bendiciones.
Lo de la palabra me recuerda al padre Chuyo cuando hacía una dinámica con los jóvenes de Güémez, les dio una hoja en blanco, les dijo que dibujaran a la mujer que quisieran para su esposa y además pusieran unas palabras de cómo quisieran que fuese. Algunos omitieron las palabras y sólo la dibujaron escultural de 90 60 90, pero el joven Filósofo no dibujó nada. Entonces, el padre Chuyo le preguntó:
— ¿Por qué no dibujaste y sólo pusiste: “Quiero Señor que me la des como tú quieras?” ¿Y si te da una coja? –inquirió sarcásticamente el querido sacerdote.
— No importa –respondió el Filósofo. Si yo la quiero para esposa… ¡NO PARA QUE JUEGUE CARRERAS!
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