Juan Noel Armenta López
Zazil Armenta
En el pueblo teníamos puestos los pies en la tierra. En verdad teníamos los pies en la tierra. Andar descalzos no recuerdo si era por pobreza o “moda”. Y como la pobreza era una palabra que los niños no conocíamos, entonces debió ser “moda”. Porque sin duda hambre no había en el campo. La tierra era fértil y bondadosa. No comía el flojo que no estiraba la mano: berros, verdolagas, plátanos, ejotes, huitlacoche, capulines, mangos, palmitos, pipianas, y naranjas, sólo eran parte de los suculentos platillos cocinados por el “creador”. Quizás caminar descalzos era querer parecernos a tío “Toño” con esas patotas blancas como hojas de “totomoxtle”. Lo cierto es que “charpalear” el agua con los pies desnudos era un privilegio que nos mantenía en el paraíso. Margarito decía que el hombre se empezó a cubrir el cuerpo por vergüenza cuando Eva “encampanó” a don Adán. Dijo que en realidad venimos al mundo desnudos. Y remataba el comentario Margarito diciendo: ¡Pinche Eva, que hiciste! A nadie le importaba el qué dirán por traer los pies desnudos. Por las mañanas Mónica quitaba con un palito de las uñas de los pies todo aquél lodo que ya no “necesitaba”. La caricia más sorprendente era cuando sentados a orilla del río sentíamos correr el agua por los pies descalzos, que maravilla. Para tocar el sol sin mirar arriba, bastaba con caminar descalzos sobre las piedras calentadas por sus rayos. Y así, parados al borde del precipicio de la montaña, con los pies desnudos, alzábamos los brazos simulando volar tras el águila que bajaba planeando sin mover las alas en esa profundidad azul de la escarpada barranca. Alguna vez seguimos el ejemplo de los pies desnudos y nos quitamos la ropa para que el zenzontle, el pájaro de las cuatrocientas voces, no se espantara al ver los colores de los trapos. Descalzos, íbamos a masticar la pulpa perfumada de la pomarrosa, el “tepetomate”, los mangos petacones, o la naranja “cucha”. Por las tardes jugábamos a campo abierto con los borregos de lomos acolchonados. Pero no jugábamos así con el borrego negro que nos miraba con desconfianza. Se hacía para atrás el pinche borrego negro tomando vuelo, rascaba con las patas delanteras sacando polvo, agachaba la cabeza y envestía a quien se le pusiera enfrente. ¿Cómo podíamos caminar en medio de la adversidad con los pies desnudos sobre las piedras que como brasas nos quemaban, sobre los tepalcates de viejas ollas rotas, sobre vidrios, y sobre campos de espinas? Caminábamos pues, sin preocuparnos del por qué caminábamos descalzos. Y bueno también ayudaba un poco la callosidad natural que teníamos en las plantas de los pies como si pisáramos sobre esponjosas suelas de hule. Traía José en la planta de los pies clavada una espina de naranjo y ni siquiera se había dado cuenta. Su mamá le vio la espina cuando José se hincó en el rezo de doña “Purificación”. Pero no todo era felicidad: los domingos había que bañarse y lavarse completo, hasta los pies, imagínense que terrible. Y después de ese injusto lavado hasta con madejas de paxtle y jabón de lejía, había que meterse los zapatos sin calcetines con los pies llenos de pellejos saltones. ¡Qué horror! Con los pies desnudos, a pata pelada, pisábamos la tierra que nos hacía sentirnos vivos, esa sensación hoy es tapada por la suela de los zapatos que el hombre ha creado para cubrir parte de su verguenza por la desnudes de su alma.