Bruno era panadero. Bruno se levantaba muy temprano. Necesitaba de tiempo para hornear y madurar el pan. A las cuatro de la mañana empezaba su quehacer. A esa hora, como un manto negro de fina seda la oscuridad envolvía al pueblo del Tepolite. El pueblo del Tepolite era muy pequeño. Unas cuantas casas asentadas bajo el pecho de la montaña daban testimonio de la existencia del Tepolite. El fuerte de la venta del pan que hacía Bruno estaba en la gente que pasaba para otras poblaciones al trabajo del campo. El pan de Bruno ya era una tradición arraigada en varios pueblos. La panadería de Bruno estaba junto al Camino Real. A las seis de la mañana Bruno ya estaba haciendo su “roncha” de dinero con la venta del pan. Emilio, el hijo de Bruno, era su único ayudante. De que fuera Emilio al campo infestado de nauyacas, mejor que aprendiera el oficio de panadero. Durante muchos años tuvo Bruno el negocio del pan. Bruno heredó el oficio de su abuelo. Lo que ganaba Bruno era suficiente para mantener a la familia y la casa que tenía cerca del río. El oficio de panadero era noble. La casa del río tenía un terreno de meseta y parte de montaña. En el terreno plano Bruno tenía un buen número de vaquillas de la raza cebú. Las vaquillas, más que leche y carne le daban a Bruno alegría y entretenimiento. Emilio y Bruno cuidaban las vaquillas viendo un patrimonio a futuro. Rosario, la vaca canela, una vez se rompió la pata derecha y mientras se restablecía fue un drama de familia. Emilio pronto se iría a la ciudad a buscar la vida como otros tantos jóvenes de su edad. Bruno estaba de acuerdo y lo alentaba. Desde muy temprano el olor del pan inundaba los aires del pueblo. El olor del pan se mezclaba con el olor del café que salía de las casas dándole un toque mágico al poblado. Sopear el pan en el jarro de café como lo hacía Moya, era sin duda un hermoso cuadro que había que recordar siempre. Huele a pan, huele a café, huele a cabañuelas, decía con alegría tía Chepa. Moya llegaba a las seis de la mañana a la panadería para tomar café con pan. Las chispas de lumbre con puntos de ceniza que salían del horno, cobraban vida reflejadas en los verdes ojos de Moya. Ese día Moya se levantó de la silla y se despidió como siempre. De repente, con un gesto impresionante, Moya se llevó las manos al pecho y cayó al suelo fulminado por un infarto. Todo fue tan rápido que no sabíamos que hacer. Ahí murió Moya, de frente a su amigo de tantos años. Don Liborio, que en ese momento compraba su pan, y que mucho sabía de vivos y de muertos porque era enterrador, trató de reanimarlo, pero al verle la cara a Moya, dijo: Moya ya no es de este mundo, está muerto. Moya siempre fue un hombre solitario, nunca tuvo una familia. Y se vino para Bruno la dolorosa ausencia de Moya. Un año había transcurrido de la muerte de Moya. El pueblo había seguido su marcha ininterrumpida. Pero una noche fría, entre la oscuridad y la luz del horno, Bruno vio a Moya sentado en la sillita de paja de siempre. Varias veces movió Bruno la cabeza y afinó la mirada como no queriendo admitir la aparición. Pero sí, ahí estaba Moya sonriendo. Fue en ese momento que Bruno se desmayó por la impresión. Emilio encontró tirado en el suelo a su papá. Bruno ya no quiso ir ese día a la panadería. Llamó a su cama a Emilio y le dijo: si te vas a ir, vete, no sea que ya no te vea partir. En la tarde arregló sus cosas Emilio y se fue a despedir de su papá. Pero Bruno ya no lo vio partir, estaba muerto en el camastro. En el velorio de Bruno, Emilio dijo que Moya se había llevado a su papá. Desde entonces Emilio es el panadero del pueblo. Todos los días en la madrugada volteo hacia la sillita de paja para ver si está mi papá, o Moya, pero no he sido afortunado, decía Emilio.