Antes de entrar en materia, haré una breve reflexión sobre las oficinas de gobierno que tienen la responsabilidad de desarrollar labores de inteligencia civil con el fin de “preservar la viabilidad, permanencia e integridad del Estado”.
Este propósito, que se podría considerar algo así como la finalidad principal y la razón de todo Estado moderno, en teoría suena muy bonito, pero en la realidad ese propósito no corresponde con lo que, en la terca realidad sucede.
Estas oficinas a las que los gobiernos históricamente han tratado de equiparar, consciente o inconscientemente, con agencias gubernamentales prototípicas de espionaje a nivel mundial como la Agencia Central de Inteligencia (CIA) y/o el Comité para la Seguridad del Estado (KGB), en México no han pasado de ser más que una mera justificación de un trabajo basado casi siempre en la simulación.
Díaz Ordaz fue un hombre en extremo conservador, de extrema derecha. Fue un político de pocas luces personales, presa de sus miedos y temores, inseguro y desconfiado hasta de su sombra. Para decirlo de otra manera, fue el caldo de cultivo ideal en el que se fomentaron y alimentaron de manera perversa esas teorías conspiratorias que mencioné líneas atrás.
Murió convencido de que en el 68 cumplió con su deber de Estado, “de salvar al país de la amenaza del (comunismo) internacional” el que, según él y sus obsesiones, “buscaba extender sus redes de dominación mundial en México”, desgraciadamente con los trágicos resultados que todos conocemos.
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Pero ya entrando en materia, el pasado 12 se cumplió el cincuentenario de los Juegos Olímpicos de México, la también conocida como la XIX Olimpiada. ¿Qué se podría decir de ese extraordinario evento que dejó profundamente marcados a los mexicanos que no nos llene de orgullo y emoción? ¡Caray!, ha pasado media centuria y al menos el que escribe todavía tiene muy presente en su mente muchos de los más emblemáticos pasajes de aquella hermosa justa deportiva de la que nuestro país fue anfitrión.
Estaba muy chavo, acababa de cumplir los 8 años, en casa había nada más un televisor, un Philco, blanco y negro, con esa arcaica tecnología de bulbos, transistores y cinescopio que las generaciones actuales no creerían que existió jamás. Muchas cosas sucedieron por primera vez a nivel mundial en aquella recordada competición: México fue el primer país no desarrollado en organizar unos Juegos Olímpicos; fue la primera olimpiada llevada a cabo arriba de los 2,200 metros sobre el nivel del mar, cosa que adelantaba los peores augurios para el rendimiento deportivo; fue también una fiesta, aparte de deportiva, un festejo cultural que descubrió a los ojos del mundo la riqueza, tradiciones culturales y la historia del país, destacando la original iconografía que se diseñó para identificar la olimpiada, sus colores, que mezclaban magistralmente el rico folklor nacional con la modernidad. Y cómo olvidar los rosa mexicano, el morado de las flores de “moco de pavo”, el amarillo cempasúchil o construcciones como el Palacio de los Deportes, el estadio olímpico ‘México 68”, la alberca olímpica y la Villa Olímpica, entre otras edificaciones construidas especialmente para la ocasión. Todo esto sigue produciendo en el que escribe fascinación y orgullo henchido.
Fueron los juegos de los récords de Bob Beamon, Jimmy Hines, Tommie Smith y Lee Evans, del atletismo de fondo africano; de la Vera Caslavska y su rivalidad con las gimnastas soviéticas, fue el momento de Tommie Smith y John Carlos con esa imagen –como si la estuviera viendo- con el puño en alto, guantes negros y cabeza en señal de sumisión durante la escucha del himno de Estados Unidos. Fue el momento del Black Power que todavía hoy sigue retumbando y dando la batalla en las relucientes estrellas afroamericanas del deporte mundial del calibre de LeBron James, Stephen Curry, Colin Kaepernick y Eric Reid. Fueron los Juegos Olímpicos del llanto inconsolable de felicidad de Felipe el “Tibio” Muñoz, de Maritere Ramírez en la natación, del enorme señor sargento Pedraza en la marcha de 50 kilómetros, de Alvarito Gaxiola en clavados, de Enriqueta Basilio con el recuerdo inmarcesible de la raza de bronce tomando el fuego sagrado del olimpo griego para depositarlo en el pebetero azteca.
Fue la irrupción material y económicamente pobre, pero grande de espíritu y de fortalezas ancestrales como el nuestro que fue capaz de organizar unos Juegos Olímpicos como de gente grande. Todo el mundo dudaba del país. ¿Cómo, México, pero si es un país pobre, subdesarrollado, cómo los va a realizar? El mundo estaba muy revuelto, eran tiempos de una enorme incertidumbre: Vietnam, mayo francés, primavera de Praga, los soviéticos invadiendo Checoslovaquia, los asesinatos de Martin Luther King y Robert Kennedy, insurrección guerrillera en Latinoamérica y en México la guerrilla de Lucio Cabañas, y para acabarla de chingar la represión estudiantil, ¡a diez días antes del comienzo de los Juegos Olímpicos! Los pronósticos apuntaban el apocalipsis.
Pero nuestro país se sublimó, se sacaron adelante unos juegos históricos e inolvidables, pero además se cumplió con la palabra empeñada, se demostró que los pobres también podíamos.
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@marcogonzalezga