Tan, tan, tan, tan. Cuatro campanadas. Son las cuatro de la tarde en el viejo reloj de pie de números romanos. El número cuatro en los relojes de números romanos está representado por cuatro barras: IIII, y no así: IV. Pero ese quizás equívoco era lo que menos le importaba a Esperanza. Las cuatro son las cuatro, decía con firmeza Esperanza. Para Esperanza era la hora en que tenía permiso para abrir el balcón de su casa. Todas las tardes, a las cuatro, Esperanza abría el balcón de su casa y se sentaba en el quicio a ver pasar la gente, y para ver pasar la vida. La casa era el refugio de Esperanza y también la prisión frustrante de sus sueños de libertad. Desde que Esperanza abría el balcón de par en par, era como entrar a otro mundo, un mundo deseado, pero un mundo distante. Toda la riqueza de oro, de mármol, de grandes propiedades, de talavera, de madera veteada, de ropa y de perfumes, de vinos, para Esperanza era bisutería barata que gustosa tiraría a la basura por sólo disponer de su tiempo y de su persona sin que nadie le dijera nada. Cuando miraba por el reducido espacio del balcón, Esperanza imaginaba caminar sin rumbo fijo sintiendo en sus pies descalzos cada piedra húmeda de los callejones de Xalapa. Qué envidia le daba a Esperanza ver todos los días por la mañana salir de su casa a la señora Monterroso de compras al mercado. Tres sirvientas acompañaban a la señora Monterroso. Se vestía la señora Monterroso con tonos dominantemente oscuros, medias negras de popotillo que continuamente se subía en cada esquina. Alcanzaba a ver Esperanza una peineta de carey encajada en el chongo del grueso pelo entrecano de la señora Monterroso. Y la señora Monterroso caminaba siempre con la frente en alto como si le hubiesen puesto una rígida horqueta en lo bajo de la garganta. La costumbre para las señoritas de la época, señoritas de familia, era que no se rozaran con cualquiera, por eso la restricción de no salir. Pero el tedio de Esperanza desaparecía cuando se topaba con la mirada severa del retrato de óvalo colgado en la pared con la imagen de su abuela. Y por si le quedaba a Esperanza alguna rebeldía, junto al primer óvalo estaba el retrato de su abuelo con esas impresionantes cuencas y su espeso bigote porfiriano. En aquella época se acostumbraban las visitas de familia a familia. Aunque en las visitas, mientras platicaban los adultos, los niños y jóvenes permanecían sentados como tablas de San Juan sin mover un músculo, sin embargo ya era una pequeña libertad. Para las mujeres se llevaba la cultura hasta su casa. Profesorado particular les daban educación, sobre todo en arte, moral, buenos modales y buenas costumbres. Más avanzado el tiempo se daba acceso a la literatura, a la historia, y a los idiomas: latín, francés y alemán. La idea era educar a las jóvenes para enviarlas al viejo continente a proseguir estudios y tal vez a encontrar un buen “partido” para casarse. Se buscaban posiciones económicas y de linaje para destacar en sociedades aristócratas. Mientras Esperanza, emulando a la vieja Penélope, tejía y destejía maletas de estambre en espera de un salvador que rompiera arcaicos moldes costumbristas de una sociedad encriptada. Pero un buen día se abrió una luz de esperanza para Esperanza: apareció un Colegio para Niñas. Ir a la escuela para evadir el férreo ostracismo, se convirtió en una necesidad y una exigencia. Éste hecho fue una maravillosa forma de liberación femenina. Vientos nuevos despejaron de la espesa bruma a las calles de Xalapa. Romper la fuerza de la costumbre ancestral para emancipar a la mujer, costó tiempo y aceptación racional. El Colegio de Niñas, después Escuela Industrial para Señoritas, hoy Escuela Industrial a la fecha permanece fuertemente sostenida por tres columnas inquebrantables: alumnos, maestros, personal directivo.