Todo empezó con una explosión en Marte, que ni los astrónomos entrevistados podían explicar. Era la noche de halloween de 1938. Una de las radiodifusoras de la cadena CBS transmitía uno de los programas musicales más escuchados en la Unión Americana de aquel tiempo, El show de Edgar Bergen y Charlie McCarthy. Veinte minutos después de haber iniciado el programa, la música es interrumpida por un flash noticioso de Carl Phillips, quien informaba que había caído un meteorito en los suburbios de New Jersey, lo que después, según sus posteriores reportes, resultó ser un objeto cilíndrico descomunal. La música seguía y se interrumpía sólo para reportar algunos sucesos extraños cerca del lugar donde se había estrellado el bólido gigante, donde unos granjeros habían visto luces y escuchado ruidos raros. El reportero se despidió con la advertencia de seguir informando. La música continuó. Habían pasado unos segundos cuando Phillips regresó en otro corte para informar que unos vecinos de la granja donde se habían visto las luces y los ruidos extraños huían de unos seres anormales con intenciones de atacarlos. Narraban que del aparato habían visto bajar a unas criaturas monstruosas. La voz de las víctimas se oía desesperada. Bergen y McCarthy no regresaron al aire y la transmisión siguió en vivo con los sucesos insólitos de los seres terroríficos que atacaban a la población de Grover’s Mills y que a su paso destruían todo. Una hora después, el asalto de los seres extraños mantenía atentos a todos los radioescuchas, que horrorizados escuchaban los pormenores del conductor y los reporteros y los testimonios de las víctimas. Era la invasión de los marcianos. Para entonces el pánico era generalizado: los pobladores de New Jersey corrían a esconderse, gritaban con desesperación, lloraban y se cubrían el rostro con toallas mojadas para protegerse de los gases venenoso de los extraterrestres. Era la histeria en masa. Era La guerra de los mundos. Era una adaptación radial de la novela de H. G. Wells, hecha por el grupo de teatro Mercury y dirigida por un mozalbete engreído, de escasos 23 años, admirador de culto de Shakespeare y que de niño recitaba de memoria el Rey Lear. Su nombre: Orson Welles. Desde ahí mostró su poder narrativo el cineasta que escribió su nombre en la historia del cine con Ciudadano Kane. El realismo y la atmósfera de la transmisión ocasionaron que quienes no escucharon el programa desde el principio, se imaginaran que Estado Unidos estaba siendo invadido por los marcianos. Cuando se reveló la realidad, el escándalo y la indignación sustituyeron al pánico en el ánimo mojigato de los estadounidenses. Ahí empezó Welles su carrera contra el mundo. Buscando capitalizar la notoriedad del genio de Welles, la RKO lo llevó a Hollywood para producir, dirigir, escribir y actuar en dos películas por 225 mil dólares más el control creativo total y un porcentaje en los beneficios. Fue la más generosa oferta que jamás ofreció un estudio de Hollywood a un cineasta sin experiencia. Después vendría su gran obra y su exilio por ninguna parte de Europa, con su genio incomprendido a cuestas. Por su parte, el prolífico H.G. Wells escribió su obra La guerra de los mundos en la época del furor de los canales de Marte y quizá contribuyó a la obsesión humana, y más estadounidense, con el Planeta Rojo, y cuya gran revelación fueron los seres y las naves extrañas dotadas de armas que escupen rayos verdes de destrucción. El también filósofo y político inglés definió el tono de los relatos de ciencia ficción acerca de encuentros intergalácticos, tales como superioridad tecnológica de los invasores, hostilidad y guerra. A lo largo de toda su vida y de su obra, Wells dejó constancia de una de sus grandes preocupaciones: la supervivencia de la sociedad contemporánea. Creyó firmemente en la utopía según la cual “las vastas y terroríficas fuerzas materiales puestas a disposición de los seres humanos podrían ser controladas de un modo racional y utilizadas para el progreso y la igualdad entre los habitantes del mundo”. Pero la decepción lo llevó a escribir El destino del homo sapiens (1945), obra en la que expresaba sus dudas acerca de la posibilidad de supervivencia de la raza humana. Wells y Welles. Dos genios pesimistas unidos por La guerra de los mundos, un programa que marcó un momento glorioso en la historia de la radio y que concentró la atención del mundo en un medio en apariencia sólo para escuchar música. Es el propio Welles quien a los 40 minutos se encarga de avisar que una transmisión radial y la narración pasa a primera persona: el astrónomo que encarna Welles se transforma en un cronista de la destrucción, quien escribe todo lo sucedido para dejar testimonio de los últimos días del hombre sobre la Tierra. Y es que, como dice Alejandro Franco en el portal argentino sssm (el servicio secreto de su majestad, Arlequín) es increíble la economía de medios que utiliza elscript de Howard Koch para condensar toda la obra y dejar los elementos más destacados e impactantes de la misma sin sacrificar espacio para crear climas y personajes. Aparece el dichoso artillero –el loco que imagina a la humanidad viviendo bajo tierra y preparando un masivo contragolpe contra los marcianos apoderándose de sus máquinas– y está la fabulosa descripción de las ciudades arrasadas por el paso de los trípodes alienígenas. El lirismo de esos pasajes es enorme, en especial cuando el protagonista llega a la conclusión de que todo está perdido y que no existe ningún motivo para seguir viviendo en una tierra arrasada y dominada por extraños. Y por supuesto está el grand finale, en donde Welles narra con lujo de detalles el panorama apocalíptico de Nueva York –con las gigantescas naves marcianas incrustadas contra los rascacielos, y con sus tripulantes muertos a causa de las bacterias terrestres presentes en el aire que han respirado–. Una magnífica frutilla para coronar el postre que Welles cuidadosamente ha preparado y cocinado en escasos 60 minutos de transmisión. “La emisión radial de La guerra de los mundos –dice Franco– es una obra gloriosa y brillante. Mantiene toda su efectividad intacta, simplemente porque es una puesta en escena cuidada e imaginativa. La radio es un vehículo fascinante y nos permite imaginar la invasión en la escala grandiosa que querramos; pero, además de ello, la versión de Welles tiene un lirismo fabuloso que le da una enorme dimensión épica y trágica a toda la obra”. El escándalo no sólo sirvió hacer famoso a Welles sino para subrayar su enorme talento, el cual terminaría por materializar en el cine con su imponente Citizen Kane tres años después de aquel legendario halloween. Y es que desde hace más de un siglo, en que el inventor alemán Heinrich Hertz hizo la primera transmisión radial y posteriormente el italiano Guglielmo Marconi la perfeccionó, la radio ha tenido algunas transformaciones científicas y tecnológicas, pero no en cuanto a su real uso como uno de los más poderosos medios de comunicación. Los dedicados a la radio –empresarios y comunicadores, que no periodistas– no han sabido, todavía, explotar aún más su gran fuerza de penetración y un superior manejo en pos de una sociedad más informada y mejor comunicada. Bien podría entonces decirse que La guerra de las radios es de forma, pero no de fondo. El medio sigue esperando y la sociedad quisiera verse sorprendida, como aquella noche del 30 de octubre de hace 82 años, en la que los marcianos finalmente acaban sucumbiendo a las infecciones bacterianas de los humanos. Lo escribió Luis Gastélum.