“Antes la noticia era la verdad, ahora es una mercancía”. La sentencia sigue más viva que nunca aunque su autor murió hace poco menos de una década. Riszard Kapuscinski, el reportero del siglo, como le llamaban en su natal Polonia, y fiel defensor, con palabra y obra, de la ética periodística, falleció en medio del mundo que él mismo vaticinó apenas se asomaba el nuevo milenio: “En la actualidad se vive una situación de tensión, de ajuste, en el que todos los países y todas las culturas están buscando su nuevo lugar. Nos espera un tiempo duro, de tensiones y de guerra”. Murió a los 75 años y con él las inmensas ganas de vivir. Viajero infatigable, se fue con el ánimo de seguir viajando y contar más historias. Lo mató una enfermedad de los huesos después de haber vivido 27 revoluciones de 12 países como corresponsal de guerra de Polish Press en Asia, Africa y América Latina. Pero le sobreviven sus testimonios de mirada lúcida en publicaciones como Time, The New York Times, Le Monde, Frankfurter Allgemeine Zeitung, El país y La Jornada, además de una veintena de libros traducidos a más de 30 idiomas en los que siempre mantuvo vivo el talento y la lucidez de su vena literaria: El Emperador (cuya acción transcurre en Etiopía), El Sha (tema de la época del Sha Mohamed Reza Pavlevi de Irán), El Imperio (acerca del derrumbe de la Unión Soviética), Ébano (considerado por muchos su mejor libro con reportajes ubicados en varios países de África), La guerra del futbol (sobre diversos conflictos latinoamericanos y el reportaje que da título al libro narra la guerra entre Honduras y El Salvador, cuyo detonante fue un partido de futbol entre las selecciones de ambos países por la clasificación para el Mundial de 1970 en México), Los cínicos no sirven para este oficio (entrevistas y conversaciones moderadas por Maria Nadotti sobre periodismo), Un día más con vida (donde narra la descolonización portuguesa de Angola en 1975 y sus consecuencias), El mundo de hoy (en el que reflexiona sobre el 11 de septiembre en Nueva York y el 11 de marzo en Madrid, así como una especie de autobiografía acerca de lo mucho que ha vivido y sus reflexiones para comprender el mundo en el que vivimos) y Viajes con Heródoto (publicado en 2006 y en el que homenajea a un Heródoto protorreportero, descubridor de algo tan fundamental como que los mundos son muchos). De hecho, su obra (“Yo soy un pobre reportero que no tiene desgraciadamente la imaginación de escritor. Si yo la tuviera jamás habría ido a estos terribles lugares en donde estuve”) le valió ser candidato en sus últimos años al Premio Nobel de Literatura. Ya en el 2003 había recibido el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades. Cuenta Ramón Lobo en El país que al poco tiempo de emplearse como reportero en el diario polaco Sztandar Mlodych, en 1955, le dijo a Irena Tarlowska, su redactora jefa: “Quiero cruzar la frontera”. Se refería a la de Checoslovaquia, pero un año después ella le envió a India regalándole para ese viaje el libro Historia de Heródoto. Desde entonces, Kapuscinski se movió por el mundo acompañado del griego de Halicarnaso, con un ejemplar manoseado, subrayado y repleto de anotaciones, en busca del Otro, su gran obsesión, el motor de su vida y de su trabajo. A lo que el gran viajero responde: “Nunca ha sido sencillo cruzar una frontera. A menudo cruzarla resulta peligroso, es algo que puede costar la vida; es la barrera entre la vida y la muerte. En Berlín hay un cementerio con la gente que no lo logró. Las fronteras se guardan con armas y en ellas se exigen documentos para pasar al otro lado. En la guerra fría, a las nuestras las llamaban cortina de hierro y más que países separaban mundos opuestos. El Mediterráneo es ahora una gran frontera en la que muchos mueren ahogados al intentar pasar de África a Europa. También sucede con los latinoamericanos entre México y Estados Unidos. Personas que están dispuestas a morir en el mar o en el desierto porque buscan algo”. En su plática con Lobo, en el ático de su casa de la calle Prokuratorska del apacible barrio de Sródmiescie de Varsovia, donde vivía con su mujer Alicja, en medio de un elegante desorden de miles de libros en todos los idiomas, papeles, libretas de notas, recordatorios que parecen guardar un mágico equilibrio con la total ausencia de aparatos electrónicos (su aversión a la computadora, el celular, el Internet y los correos electrónicos es porque “roban el tiempo”), Kapuscinski sostenía que no sólo las fronteras son las únicas murallas que hay que saltar, sino que hay otras barreras como la de la cultura, la de la familia, la del amor y la del idioma (hablaba polaco, ruso, inglés, español, francés y portugués). “Mi vida –decía en una acto de confesión– ha sido un cruzar constante de fronteras, tanto físicas como metafísicas. Ése es para mí el verdadero sentido de la vida”, y defendía el abandono del cubículo de la seguridad, del terruño, del árbol que da sombra, para ir en busca de las respuestas, del Quién, como hizo Heródoto hace 2 mil 500 años y afirmaba que hay que aventurarse en lo desconocido, dejarse guiar por la magia de viajar, que actúa como una droga y en la que el camino es el tesoro. Eso es lo que le enseñó Heródoto hasta el hálito que puso fin a su pasión por la vida y los Otros. Por eso siempre viajaba por el mundo antiguo y por el moderno de la mano del fundador de la historia, con su libro raído y releído infinidad de veces bajo el brazo, desde sus primeros viajes como reportero en los años 50: India, China y África, donde el joven periodista polaco descubre las limitaciones del idioma hablado y las extraordinarias posibilidades del corporal, de ese conjunto de signos, gestos y olores que los británicos llaman química. En Etiopía, cuenta Lobo, recorrió miles de kilómetros junto a su chofer, un hombre prudente que sólo conocía dos palabras en inglés: “problem” y “no problem”, sin que esa limitación generara incomunicación alguna entre ellos. El hallazgo de este vocabulario paralelo y mudo, a menudo invisible para el que no sabe mirar o carece de tiempo para ver, es uno de los elementos fundamentales que determinan su estilo como reportero. Fue en la agencia de noticias polaca, gracias a la estrechez de sus presupuestos, donde Kapuscinski se topó con el segundo pilar de su forma excepcional de trabajar y de contar historias. Explica en Viajes con Heródoto que sus colegas de las agencias occidentales disponían de dinero abundante para contratar intérpretes y adquirir las potentes radios Zenith Trans-Oceanic, con las que sintonizaban cualquier emisora del mundo. Al no disponer de tales herramientas, Kapuscinski tuvo que pisar las calles y mancharse los zapatos del polvo. “No queda más remedio que andar, preguntar, escuchar, acopiar, atesorar y enhebrar las informaciones, las opiniones y las historias”, escribe en su última obra. “No me quejo, porque gracias a esto conozco a muchas personas y me entero de cosas que no aparecen en la prensa y en la radio”. La curiosidad periodística, la necesidad de interrogar al Otro, de interesarse por él, se convirtió en una parte inseparable de su carácter, de su forma de ser. Terminada la entrevista con Ramón Lobo, sentados en un taxi en dirección al restaurante Quianti, uno de sus favoritos en Varsovia, Kapuscinski se acomoda en el asiento delantero y comienza a preguntarle al chofer hasta establecer una conversación. Agnieszka Flisek, una de sus ayudantes, le cuenta al entrevistador de El país que siempre es así: “Cuando me conoció se interesó por mi vida. Pensé que era sólo un gesto de educación del gran hombre, pero después comprendí que no era una excepción. Es su forma de estar en la vida”. Fernando Savater, amigo del escritor y periodista, lo definió como un gran humanista que, “en un mundo donde las razones de Estado son las que cuentan, ha hecho oír la voz de la humanidad y los problemas de las personas, a veces aprisionados por las razones de la alta política”, dijo el filósofo español al enterarse de la muerte de Kapuscinski, quien, como el mundo de Heródoto, donde el individuo, el Otro, es prácticamente el único depositario de la memoria, emprendió el viaje y fue hacia él y lo buscó y cuando lo encontró se sentó con él y lo escuchó para luego revivir lo que le dijo porque, como decía: “El hombre contemporáneo no se preocupa de su memoria individual porque vive rodeado de memoria almacenada”. Y ahora, señalaba con decepción el periodista que labró su leyenda con brillantes reportajes y crónicas escritos con honestidad y ética, ya no se puede confiar en los medios de comunicación por su sumisión al poder financiero: “Los poderosos –afirmaba– se dieron cuenta de que en los medios de comunicación es donde puede hacerse más dinero en menos tiempo”. Y venden la verdad como una mercancía. Por eso la razón está de su lado cuando en su libro Sobre el buen periodismo asevera: “Los cínicos no sirven para este oficio”.