México es un país de contrastes, capaz de pasar de lo sublime a lo despreciable en cuestión de segundos en prácticamente cualquier esfera de nuestra sociedad, pero en lo que respecta estrictamente a la política, es más regla que excepción el encontrar el prototipo del político mexicano descrito como corrupto, poco o nada confiable, completamente fuera de la realidad del país, inculto, poco preparado académica y profesionalmente, y con los intereses propios como única prioridad.
Llevamos más de setenta años rigiéndonos bajo un sistema y un aparato político que no ha producido otra cosa que personajes y “líderes” políticos de la más baja calidad moral y humana, corrupción inherente y presente en todos los niveles de la administración pública, crecimiento económico paupérrimo y desaprovechado, políticas públicas populistas y cortoplacistas, una sociedad en donde los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres, la destrucción consciente y constante de nuestras riquezas naturales, un estado de derecho inexistente y un país a la merced de los caprichos de los grupos de interés en el poder.
¿Qué acaso no hay alternativas? ¿Qué no puede existir una sola figura política en México que sea visionario, y que ponga el bien común y las necesidades del país como prioridad? ¿Qué acaso la motivación de la función política no debería derivar del deseo de lograr cambios que trasciendan la individualidad en pro de la colectividad? ¿El problema son las personas o lo es el sistema?
Recientemente tuve la oportunidad de volver a escuchar el último discurso efectuado por el presidente de los Estados Unidos, Barack Obama, al Congreso de la Unión, (pueden consultarlo a través del siguiente enlace, es una joya: https://www.whitehouse.gov/sotu) y es ahí donde podemos comprender lo que verdaderamente representa el ser un estadista del más alto nivel; una persona preparada en las mejores universidades del planeta, con el nivel de liderazgo necesario para desempeñar sus funciones, culto y carismático, apegado a la realidad y a las necesidades de su país, con un extraordinario poder de oratoria, una carrera profesional diversa y de alto nivel (iniciativa privada, catedrático, activista y prácticamente todos los escalones políticos), y lo más importante de todo; una trayectoria limpia y de resultados, que al final del día son los dos aspectos más importantes a la hora de evaluar a cualquier personaje que se encuentre inmiscuido en la política.
Dicen que la definición de locura es hacer lo mismo una y otra vez y esperar resultados diferentes, y soy el primero en reconocer y admitir que lograr un cambio en el aparato político mexicano para que algún día los cargos políticos sean ocupados por personas más parecidas a Obama que a Carmen Salinas puede parecer imposible, tal vez inclusive utópico, pero corresponderá a mi generación y a las que vienen debajo el no bajar el dedo del renglón en exigir la verdadera reforma estructural que necesita México; una reforma política de fondo y de forma.
Y así tal vez, y solo tal vez, algún día tengamos a nuestro propio Barack Obama mexicano, y por ende, el gobierno que tan desesperadamente necesitamos y merecemos.
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