Aquel primero de septiembre de 1988, el entonces senador Porfirio Muñoz Ledo se levantó con estudiada parsimonia de su escaño e interpeló al presidente Miguel de la Madrid por el presunto fraude electoral que habría arrebatado el triunfo a Cuauhtémoc Cárdenas para dárselo a Carlos Salinas de Gortari.
No sólo lo increpó a voz en cuello, intentó aproximarse a la tribuna en el Palacio de San Lázaro. Personal de seguridad y otros legisladores se lo impidieron. El gobernador de Aguascalientes, Miguel Ángel Barberena, también se le interpuso y se suscitó un intercambio de puntapiés y manotazos entre ambos políticos.
Medios impresos y, sobre todo, la televisión minimizaron e ignoraron hasta donde les fue posible el incidente, pero la noticia circuló vertiginosamente, incluso en el extranjero.
Este tipo de interrupciones de informes presidenciales viene desde Álvaro Obregón, pasando por Plutarco Elías Calles y José López Portillo, entre otros.
En el 2004 protegieron con barricadas el Palacio Legislativo para que Vicente Fox pudiera leer su cuarto informe de gobierno.
Cada primero de septiembre, los mexicanos más que información de obras y acciones realizadas, esperan o escuchan mensajes optimistas y anuncios espectaculares del presidente en turno, que se quedan en eso, palabras y más palabras.
Enrique Peña Nieto no fue la excepción. No informó nada del otro mundo.
El pueblo de por sí no confía en los políticos y a éstos les ocurre lo que al pastorcito del cuento: han mentido tanto que cuando dicen la verdad, nadie les cree.
Presidentes, gobernadores y alcaldes llegan felices al poder y cargados de buenas intenciones, pretendiendo componer el mundo e ingresar a la historia como los mejores de todos los tiempos.
Cuando descubren que, por diversas razones, esto no es fácil, algunos se amargan, se vuelven irascibles o más cínicos, pero eso sí, se llevan millones de pesos para consolarse.