A las siete de la mañana me enteran de lo de tu cáncer, no quise despertarte para qué, tú ya lo sabías. Baje a la cocina y me preparé un té, también comí pan tostado con mermelada; subí, seguías durmiendo. Salí a caminar un poco; tengo 27 años de estar caminando todas las mañanas por las calles del vecindario, saludo a los de siempre y me parece extraño que todos respondan a mi saludo no sólo con amabilidad, también con tristeza; ¿sabrán lo tuyo?
A la hora del desayuno, y como es domingo, me dices que te gustaría ir al desayunador de Artie, te digo que es buena idea y a las nueve estamos desayunando panqueques con miel y omelette con verduras. Me hablas de lo mucho que te gustaría visitar a tus parientes en Edimburgo y se me ocurre que podríamos visitarlos lo más pronto posible, me doy cuenta que ríes cuando asiento a todas tus ocurrencias. Me tomas de las manos que, comparadas con la tuyas, son enormes y me dices que no sabes como darle gracias a Dios por ser yo tan bueno.
Como tengo ganas de llorar y no puedo con la presión en mi pecho ni con la tirantez de mi garganta, pido la cuenta y le pregunto al mesero donde está el sanitario, a pesar de que lo primero que hice al llegar fue entrar ahí. En el espejo veo mi rostro y me espanto de estar tan viejo. ¿Cómo es que sesenta y nueve años se han pasado tan rápido?; cómo puede ser eso si parece que apenas ayer te conocí. Eras una chica adorable, siempre acompañabas a tu madre a todas partes por eso me las vi duras para lograr que te fijaras en mí.
Regreso a la mesa, ya has pagado la cuenta, te despides de Artie como si no fueras a verlo nunca más, pobre Artie; no te das cuenta pero desconcertado frunce el ceño y con mímica me pregunta ¿qué pasa? Con la misma mímica le digo que no se preocupe.
La tarde entera la hemos pasado en el supermercado, has comprado víveres como si te hubieras enterado, y nosotros no, de que van a soltar la bomba en la ciudad. De regreso me pides que te deje en casa de tu hermana, así lo hago y como sé que tendrán muchas cosas de que hablar, decido, prudente, ir al club de ajedrez para matar el tiempo.
No hay nadie, de repente todo mundo se ha reducido a tres hombres mirando el fútbol en el televisor, y a unas cuantas personas caminado como trashumantes por la calle. Salgo al parque, que suerte, ahí están todos. Ya son las siete de la tarde y la gente divertida se encuentra celebrando no se que victoria anticipada de no sé que candidato. Vaya, se me había olvidado que hoy eran las elecciones. No vote por nadie, pero me quedo a la celebración. Hay música, la gente se pone a bailar. Las jovencitas se mueven con gracia, jubilosas; dan saltos pequeños siguiendo el ritmo de la cumbia. Los jóvenes con quienes bailan se han pintado el pelo de color verde, visten pantalones grandes como sacos de frijol. Mientras todos bailan, disfruto contemplando el espectáculo. Alguna vez te confesé que me place mirar a las personas; me hubiera gustado ser invisible para poder ver a la gente sin incomodarlos con mi presencia. Entonces reparo en que el deseo se me ha cumplido, a los sesenta y nueve años, la gente ya no se da cuenta de que existes.
A las nueve de la noche pasó por ti a casa de Berta, nos quedamos a la cena y salimos como a las once de la noche. Rumbo al departamento te has quedado muy callada. Me miras tierna y en cada semáforo rojo aprovechas para darme un beso en la mejilla. Mujer que me vas a hacer llorar.
Nuestra habitación está toda pintada de colores claros, las sábanas combinan con las colchas y las colchas con las cortinas; los muebles combinan con las puertas y con el piso; sólo una cosa desentona con todo, la foto enmarcada de nuestro hijo, el que murió hace veinticinco años. Enciendo el televisor, pero me pides que mejor lo apague. Tratas de serenarte, me miras a los ojos como si intentaras buscarme en ellos. Cuando estás a punto de hablar, pongo mis dedos en tus labios y apago la luz.
Intento desesperadamente que este día acabe, pero tú sabes, mejor que nadie, que hay días que nunca acaban.
Armando Ortiz 10 de abril de 2000