Mi primer amor se llamaba Mercedes. La conocí de rozón, pues cuando fui niño me mudé muchas veces de ciudad. Después de una fugaz estancia en el Colegio Carpio en donde Don Caramelo se plantaba todas las tardes a la salida para vendernos naranjas con chilito piquín y en donde escenifiqué mis propias Batallas en el Desierto, me cambiaron al Colegio Patria. Ahí con las monjas te me vas a aplacar, me dijo mi madre cuando me cambió. Y es que ya andaba yo muy canijo; mi hermano y yo éramos los recién llegados y no sabe usted lo gandallas que pueden ser los niños, nomás ven carnita fácil y se abalanzan –bueno, eso era antes, ahora ya no pasa-. Nos pepenamos dos o tres muchachitos igual de separados de la cristiandad y entre ellos y nosotros formamos una pequeña pandilla que dedicaba los recreos a perseguir y ser perseguidos entre zapatizas y nubes de polvo interminables.
(Pero creo que ya me desvié otra vez, así que aplicaré la estrategia de Roberto Madrazo, tomo un atajo y me planto ya bien vestidito y peinadito en el Colegio Patria vigilado celosamente por las madres católicas) Mercedes fue mi amor imposible. Yo sabía que le gustaba y ella sabía que me gustaba, pero a mis tiernos ocho años qué podía hacer sino sólo mirarla a la distancia y regar la baba cada vez que pasaba frente a mí. Ella era de una delgadez sobrenatural y una gracia como la de Remedios la Bella, con una camisa de algodón blanca como la Luna. En el Colegio Patria sólo estuve medio año y hasta ahí llegó la historia de mi primer amor, que no pasó de una vez que la seguí a la distancia hasta su casa en donde estaba colgado en la puerta un anuncio que decía “se venden bolis”. ¿Qué es un boli, tú? Le pregunté a mi secuaz gatillero que siempre me acompañaba y que no tenía nada mejor que hacer que andar detrás de mí. Es un hielito, menso. Como ya estaba por irme de la ciudad y sabía que mi futuro dependía de un acto supremo de valor, tomé aire y me dirigí a su casa, toqué la puerta y salí con un boli de mango… fue lo único que me atreví a pedir. La volví a ver muchos años después, en tiempos de universidad, pero ya era demasiado tarde. Yo no había conocido muchas jovencitas y ella, digamos, ya tenía muchos conocidos.
Todo lo anterior viene a cuento no por andar caminando viejos pasos, sino porque me dio una ternura gigantesca hace unos días cuando el Paquito, a sus menos de cinco años, me susurró al oído: “quiero que me compres una joya”. Achismiachis, y como para qué quiere una joya el niño, le pregunté. “Para regalársela a Montse”. A una velocidad insospechada me vino a la mente Mercedes y mi acto poco valeroso con el que pedí un boli.
Nos la estamos llevando con calma, porque él es aún un niño y debe entender que hay momentos en que los amiguitos deben ser eso, sólo amigos, pero es medio terco y hace poco que vio un comercial de Kinder Delice me volvió a susurrar “cómprame uno de esos para dárselo a Montse”. Ya se lo compré y se lo llevó hace unos días a la escuela. Desde la noche anterior lo metió en su mochila y se aguantó las ganas de abrirlo. Cuando lo recogí a la salida me fijé en su bolso y aún traía el chocolate. Él me dijo que Montse no lo había querido, pero yo vi en su mirada un atisbo de la mirada de miedo que debí tener frente a la casa de Mercedes. Le pregunté quién era Montse y me la señaló. Le dije que si quería se lo llevara y que yo lo esperaba el tiempo necesario. Se fue despacio, volteándome a ver a cada paso para comprobar que allí seguía yo. Le tocó el hombro a la niña y le dio el chocolate. Ella le sonrió y muy contenta le dijo a otra “Mira lo que me dio Paquito”. Le he dicho que deben ser buenos amigos y él dice que sí, aunque por otro lado me dice que es la más bonita de todo Xalapa. No es para tanto, pero en fin, me imagino que Mercedes tampoco era angelical, ni era tan delgada, ni tenía tanta gracia. Dentro de uno o dos años no la recordará, en su momento tendrá otro “primer amor”. Por el momento ya estoy emplazado a comprarle un chocolate por semana. Sea por Dios. Y usted ¿recuerda a su primer amor?
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