Todos los días, en nuestra cotidiana vida, nos hacemos preguntas tan simples que tienen en sí, otras respuestas más simples.
El “Qué voy a desayunar” o el “Qué voy a vestirme” está sujeto al interés de cada persona, tan es así, que muchos salen al trabajo sin bocado en el estómago aunque haya jugo, cereal, fruta, manjares en la cocina; pero es seguro que hayan dado 45 minutos de su mañana en complicarse la vida para decidir qué zapatos llevarse, qué vestido ponerse o qué suéter le combina en una pasarela fast track frente a un espejo. Esta es la simplicidad en una vida cotidiana…
En la complejidad de una vida cotidiana, pueden ser las mismas preguntas pero con una variante: La angustia por la ausencia de elementos para llevarse a la boca o para cubrir el cuerpo. Haciéndolo más drástico, los cuestionamientos se hacen en primera persona pero con objeto directo: “Qué le haré de desayunar” o “Qué le voy a vestir”…
Las preguntas simples tienen respuestas simples que a veces solamente las evadimos: Unos saben perfectamente qué pueden desayunar o vestirse, pero gustan de complicarse la existencia; otros, saben perfectamente que no tienen nada que desayunar o vestir, pero a veces preguntárselo hace que su compleja existencia sea un caso de sobrevivencia.
II
Hay preguntas que me incomodan… como cuando me encuentro a la “vecina Bates” y me pregunta por mi esposa: “En la casa”, le respondo…
—¡Ah! es que como ya no los he visto juntos, pensé que se habían separado…
La llamo “vecina Bates” porque sólo vive con su hijo, un soltero arriba de los 30 años y las mañanas que tengo la suerte de cruzarme en su camino, la veo saliendo de prisa con su vástago. No me hace más que recordar esa historia de Alfred Hitchcock, “Psicosis”.
Por lo regular, todas las preguntas que me hacen tienen como respuesta un molesto “¿Por qué? interior” que me hago al escucharlas, pero en aras de no ser grosero, me lo trago… es decir:
—¿Qué vas a hacer el sábado?
La respuesta lógica para mí sería: “¿Por qué? ¿Por qué quieres saber qué voy a hacer el sábado?” Cuando sería más fácil decirme: Te invito a una fiesta el sábado; vamos a ver una película el sábado; me cambio de casa el sábado, ayudame… etcétera…
Entiendo ahora a los funcionarios ante el trabajo de los reporteros… y más cuando algunos hacen preguntas que están lejos de ser incómodas y rayan más en lo absurdo…
III
Sin embargo, el pasado viernes, un compañero de trabajo me hizo indirectamente una pregunta que cómo me estuvo molestando en lo más recóndito de la cabeza: ¿Dónde están los 43 normalistas de Ayotzinapa?
Si bien, la respuesta simple e inmediata a tal cuestionamiento era un “No sé”, el remordimiento transformó la pregunta del compañero en otra que se volvió más fastidiosa: ¿Dónde escondes a 43 normalistas?
Son dos puntos que he leído en torno a los 43 normalistas desaparecidos y los dos son trágicos: Hablan de una pira y que sus cenizas fueron arrojadas a un río. Para hablar de cenizas estaríamos hablando de un horno o crematorio gigante en lugar de hoguera. Hablan de fosas. A menos que cada uno hubiera cavado la propia.
Total que este fin de semana que pasó, esa pinche pregunta me estuvo incomodando cada vez que cerraba los ojos: ¿Dónde escondes a 43 normalistas?
Y así estaría mi subconsciente que hasta soñé lo que haría con 43 personas: moverlas como se haría con indocumentados: en una pipa…
Realmente no puedo decir que lo soñé… eso se debe llamar pesadilla. Pero peor pesadilla es la de esas 43 familias de Ayotzinapa que se suman a las miles de familias mexicanas que tienen a un pariente desaparecido pero que siempre albergan la esperanza de encontrarlos…
Es cuando veo la simpleza de mis incomodidades mañaneras o cuando estoy bajo cuestionamientos vecinales… son absurdos… preguntas incómodas y a la vez dolorosas bien debieran ser: ¿Dónde están esos 43 jóvenes? ¿Dónde están los esposos, esposas, padres, hijos de nuestros miles de desaparecidos en México? o peor aún: ¿Dónde está el trabajo de nuestras autoridades?
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