Lo que me pasó hace algunos años no tiene desperdicio. Es difícil de creer y, dependiendo cómo Dios me dé claridad, aun así difícil de explicar. El articulista que hoy lee, en sus épocas gansteriles de juventud, recién había hecho añicos su primer carro decente en un tramo de la carretera libre de Tlacotalpan (se me atravesó un caballo) y estaba terminando sus terapias de rehabilitación en una clínica de Polanco. Faltaba el tortuoso camino de recabar los documentos y realizar los trámites para que el seguro le regresara el poquito dinero que restaba entre el valor del libro y la deuda bancaria.
Me dirigí a realizar dichas diligencias en el democrático Metro y pocos pasos después de bajarme del vagón comencé a sentir que el tobillo me tronaba con un dolor agudo in crescendo. Después de realizar los primeros trámites y de ir de aquí para allá en dependencias de gobierno y sellos bancarios, el dolor no cedía y comenzaba a volverme loco. ¿Me lo cubrirá todavía el seguro? ¿Me habré roto algo durante el accidente y apenas ahorita, como virus de computadora, se me está manifestando? Preguntas estúpidas que me hacía buscando respuestas que razonablemente me dieran argumentos para pelearle a la aseguradora.
El dolor comenzaba a estar dos rayitas debajo de lo insoportable. Compré una venda en la farmacia y con diligencia me la coloqué. El tronido y el dolor disminuyeron pero no terminaron. La angustia también jugaba su papel pues ya me imaginaba tener que acudir a unas nuevas terapias. Después de todo un día de andar en la calle y aguantando mecha llegué a la casa y me quité la ropa. El pantalón cayó al suelo y un sonido seco me llamó la atención.
Hasta esas horas de la noche descubrí que el pantalón tenía un pequeño agujero en la bolsa, y por allí se coló –desde la mañana- una moneda de diez pesos que, increíblemente, cayó y se alojó en una zona descocida del dobladillo. A cada paso que daba la moneda golpeaba contra mi tobillo y eso fue lo que me trajo azorrillado casi todo el día. Era una explicación inconcebible que de no haberme sucedido no la hubiera creído, pero es verdad.
Aquí el asunto es que de una u otra forma este destino indescifrable me tiene atenazado y obligado a recrear historias en las que el culpable sigo resultando yo, como cuando le ensarté el palo de la piñata a mi tía (me recuerda con mucho cariño), o cuando le desgracié el dedo gordo a mi hermano con la escoba, o cuando me rompieron la frente de un batazo… en todas esas ocasiones, le juro, se lo jurito, el culpable ante los ojos de los demás, fui yo, pese a que con los años fui perfeccionando mi carita de perrito chicoteado.
Este fin de semana -soleadito por fin- pude sacar al Paquito a que estrenara su bici con rueditas que le trajeron los Reyes. Al momento el infante se vio rodeado de otros piratitas mayores que él y me pidió que le quitara las ruedas a la bici. Para no hacerla cardiaca le diré que se dio un santo mandarriazo que a cualquier otro que no fuera tan intrépido como él, lo hubiera enviado directo a rayos X. Su mamá helicóptero ya se imaginará a quién culpó, y nuevamente, como un destino obligado a repetirse por todas las generaciones que haya de aquí hasta el fin del mundo, toda la culpa fue mía. Jamás quedo bien. Por hoy hasta aquí, porque tengo que ponerle árnica al caído.
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