El último libro decente que leí fue “La versión de Barney” de Mordecai Richler y eso fue hace ya algunos meses. Desde entonces me declaré en huelga de lecturas caídas porque ahí tengo los otros libros esperándome, haciendo fila y acumulando polvo. Uno de ellos es “Anestesia local” (titulazo) de Günter Grass, que es el segundo libro que intento leerle a este escritor alemán ganador del Premio Nobel de Literatura en el 2009.
Digo el segundo que “intento” porque el primero fue “El rodaballo” y a ese… tampoco le entendí. Cuando leí el rodaballo estaba en una fase cultural académica poco menor que moco de infante, no sabía nada o casi nada e intentaba salir de la universidad con menos resacas que victorias femeninas. Cayó aquél libro en mis manos porque el señor había ganado el Premio Nobel y yo me juntaba con un grupito de cazadores juveniles que tenían la sana costumbre de leer. Dicha situación me incomodaba porque se reunían en los cafés a platicar de las últimas lecturas y a mí me apenaba aceptar que no leía nada a excepción del Sensacional de maestros y chalanas. Intenté leer el rodaballo, sin éxito. No lo terminé y es de los pocos libros que siguen esperando su turno de la redención en mis estantes.
Por aquél entonces también leí “El lobo estepario” que según contaban no era para todos, o como anunciaba una de sus secciones era “solo para locos”. Bueno, yo estaba loco y no le entendí, pero años después volví a leerlo y ya medio lo masqué, pasó el tiempo y en su tercera oportunidad digería la mayor parte de sus líneas, y para cuando lo terminé por cuarta vez decidí colocarle un sello con cinta diúrex para prohibirme a mí mismo la entrada a su mundo y no acabar como ese lobo estepario.
En este primer puente del año debí leer, lo sé, pues al formar parte de esa multitud que no pudo salir ni a Jalcomulco, era mi deber, cuando menos, distribuir mi preciosa presencia por los lugares culturales de Xalapa y no dejar mi humanidad desparramada sobre las sábanas de la cama. Pero no leí, ni volví a tomar “Anestesia Local” entre mis manos para terminar lo que empecé. Estoy al parecer en un estado catatónico cerebral, en el que mis neuronas se debaten contra la actividad rascándose el ombligo y sacándose la materia cenagosa que se les ha formado en sus orificios.
Las autopistas de interconexión neuronal que deberían brillar intensamente en mi cerebro parecen brechas oscuras y mal pavimentadas que conectan cualquier ciudad pequeña de México con la civilización. Es momento, me dice la alocada Lupe que ya está harta de tener que sacarme de la cama a paliacatazos para orear mi sudario, de ponerme en actividad intelectual, como si eso fuera tan fácil teniendo enfrente la mediocre campaña que están realizando mis fabulosas Águilas.
¿Será que ese estado de tumefacción me afecte? Quién sabe, pero por si sí o por si no, creo que ya va siendo hora de quitarme la anestesia y ponerme las pilas, ya que aunque mi deber moral como mexicano sería no ir contra la corriente y dedicarme a la sana holganza y hacer como que trabajo para que mis patrones hagan como que me pagan, creo que en esta ocasión haré lo que los salmones y nadaré contra la corriente. No le prometo entender al libro pero le prometo intentar terminarlo, sacudirme los demonios de la vidorra y entrarle de lleno a este año que viene arrastrando aún las deudas del año pasado y esa convicción, como diría Pedrina la de dulce voz, está tan firme como la parte anterior del maxilar superior. ¿Nos lanzamos al abordaje?
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