DESCONFIANZA: La construcción de la confianza y la credibilidad de los ciudadanos y los actores políticos en las instituciones públicas en general y de manera singular en las de carácter electoral, administrativas o jurisdiccionales, es un proceso complejo y de larga duración que obedece a ritmos y circunstancias no solo de temporalidad y entorno inmediato, sino a condiciones mucho más sutiles y de difícil medición como lo son la permeabilidad cultural o la identidad arraigada en segmentos amplios de la sociedad.
No es algo nuevo ni exclusivo de nuestro país el dato duro que arrojan los resultados de encuestas y sondeos elaborados con rigor metodológico por empresas serias y especializadas en la materia sobre los, en general, muy bajos niveles de aceptación y calificación de los integrantes de los Poderes de la Unión y de los estados; los partidos políticos y sus dirigencias; la eficacia, eficiencia y pulcritud administrativa de las dependencias y sus funcionarios de los tres niveles de gobierno; y en general de “los políticos y la política” sobre quienes existe una percepción difundida de ineptitud y propensión a cometer actos de corrupción en el ejercicio de sus tareas institucionales.
Con excepciones que confirman la regla pero que no escapan del todo a señalamientos y denuncias sobre su actuación sin apego a la ley, también son sujetas de crítica y censura la actividad que realizan los órganos autónomos del Estado mexicano como el IFAI, el TEPJF o el INE.
La confianza en nuestro sistema democrático de gobierno y la credibilidad en sus instituciones ha sido un proceso azaroso y prolongado, con avances muy significativos en las últimas dos décadas y media, pero también con desafíos complejos y recurrentes que tienen su origen en los episodios naturales de coyuntura que se dan en la lucha regulada por el poder político en México. Es muy cierta la expresión que establece que “en la construcción de la confianza democrática se avanza por centímetros en años y se pueden retroceder kilómetros en segundos”.
Los mexicanos somos esencialmente un pueblo receloso y desconfiado, que duda de sus autoridades en automático y que piensa que el árbitro electoral no es totalmente confiable en su desempeño imparcial y sujeto a las determinaciones legales. Somos así porque provenimos de una cultura y larguísima historia de ejercicio vertical del poder desde la época prehispánica y la conquista española.
Con la creación del IFE en 1990 y el COFIPE se establece una ruta virtuosa hacia la consolidación de la Democracia electoral en nuestro país y se perfeccionan nuestras leyes en la materia con una serie de reformas que perfilan y garantizan su autonomía de gestión e independencia gubernamental, mayor eficacia operativa, eficiencia administrativa y mayor equidad en la contienda, todos ellos elementos que pavimentaron el camino para la transición democrática y en el año 2000 para la alternancia en el Poder Ejecutivo de la Unión.
Muchas personas se cuestionan hoy en día si nuestro sistema político y nuestra democracia electoral son lo suficientemente satisfactorios al confrontar sus resultados con la durísima realidad de una economía titubeante que no termina por consolidarse; cuando persisten condiciones de inseguridad y violencia que generan zozobra ciudadana en buena parte del territorio nacional y cuando se evidencian cotidianamente actos de corrupción gubernamental, tráfico de influencias, conflictos de interés y escándalos públicos de políticos y funcionarios de todos los niveles y colores partidistas.

SOBRERREGULACIÓN ELECTORAL: Las reformas son instrumentos jurídicos que procesa el Poder Legislativo para el perfeccionamiento de las disposiciones constitucionales y reglamentarias en diversos ámbitos de la vida nacional y en materias específicas para establecer la normatividad que las rige.
Existe todo un compendio de la evolución de nuestras leyes en materia electoral. En la historia legislativa electoral, el punto de partida del avance sostenido hacia un sistema de leyes en la materia que permitieron más adelante la creación de las grandes instituciones de esa índole en la actualidad, fue sin duda la emisión de la Ley Federal de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales (LFOPPE, 1977) siendo entonces Jesús Reyes Heroles, Secretario de Gobernación y José López Portillo, Presidente de la República.
En una secuencia apretada de acontecimientos, se crean el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales (COFIPE) en 1989, el IFE en 1990 y se aprueban las reformas de 1993 y 1994 que normaron aquel proceso electoral trágico de ese año marcado históricamente por levantamientos armados y asesinatos políticos que cimbraron al país.
El Presidente Ernesto Zedillo promulga la Reforma Político-Electoral “definitiva” en 1996 y se concreta la autonomía institucional con la salida del gobierno federal del Consejo General del instituto y la creación del Tribunal Electoral del PJF; los triunfos de la oposición en la Jefatura de Gobierno del D.F. en 1997 y la Presidencia de la República en el año 2000 y los casos escandalosos de financiamiento ilícito y sus multas millonarias para las campañas presidenciales del PRI (Pemexgate) y el PAN (amigos de Fox).
Los problemas postelectorales de 2006 y 2012 profundizaron la fractura de la confianza y la polarización política y social del país. No fueron suficientes la reforma política de 2008 del Presidente Calderón ni las disposiciones del modelo comunicación política y los nuevos instrumentos de fiscalización de los recursos de los partidos políticos para atajar el escepticismo y la descalificación del candidato perdedor y sus simpatizantes sobre los resultados de la elección presidencial de 2012.
Hay quienes afirman que “el volumen y complejidad de nuestras leyes electorales es proporcional al grado de desconfianza que se tiene hacia los actores políticos que las elaboran y participan de ellas y a las instituciones que se encargan de su aplicación”.
La gran reforma político electoral de 2014 del Presidente Enrique Peña Nieto y las dirigencias partidarias incorporadas al “Pacto por México” tuvieron por objetivo primordial abaratar el costo de la democracia electoral y lograr mayor autonomía política de los organismos electorales locales, se reformaron, adicionaron y derogaron decenas de artículos de la Constitución y se crearon el Instituto Nacional Electoral (INE en sustitución del IFE) y varias leyes secundarias vinculadas a la materia: la ley general de instituciones y procedimientos electorales (LEGIPE), la ley general del sistema de medios de impugnación; la ley general de partidos políticos; la ley federal de consulta popular y la ley general en materia de delitos electorales. Están pendientes de expedir la ley que regula el derecho de réplica establecido en el artículo sexto constitucional y la que reglamenta los párrafos séptimo y octavo del artículo 134 constitucional sobre la utilización imparcial de los recursos públicos por parte de los funcionarios de ese sector y las restricciones en materia de difusión de propaganda gubernamental; así como la ley del Distrito Federal.
A este gran cúmulo de disposiciones legales hay que agregar una serie numerosa de códigos, estatutos, reglamentos y normas que rigen las tareas institucionales en diversas áreas de su competencia como el servicio profesional electoral (ahora nacional), la contraloría interna; la fiscalización de los recursos de los partidos; las prerrogativas políticas en materia de acceso a medios de comunicación electrónicos y el financiamiento de los partidos políticos; la vinculación con organismos públicos locales electorales, los reglamentos interno y de las sesiones de los diversos órganos del instituto, entre otros muchos ordenamientos.
La excesiva carga de atribuciones institucionales y no la incapacidad de sus órganos directivos y sus integrantes, ha provocado una condición de inoperancia para el desahogo eficaz de todas las tareas y obligaciones que la propia ley les impone. El INE está atrapado en una suerte de “trastorno de personalidad múltiple” que diluye su identidad y mengua su capacidad operativa y de reacción ante las contingencias derivadas de su propia naturaleza controversial. El INE es una autoridad administrativa que organiza procesos electorales y no puede ni debe ser, a la vez árbitro, juez, legislador y ministerio público.
En esa tendencia de las cosas, terminará creando una dirección ejecutiva del servicio de autodefensa electoral para garantizar a “sangre y fuego” la instalación de sus casillas o continuará extraviado en dirimir litigios estridentes e interminables sobre la difusión o no, a través de los distintos medios de comunicación, de la propaganda electoral bajo criterios en los que nadie termina por ponerse de acuerdo.
La tripulación de la gran nave democrática nacional cuenta con la capacidad, los instrumentos y los manuales adecuados para llevar a buen puerto su travesía electoral, solo se requiere un ejecutor institucional apto para su implementación correcta…… y, en ocasiones, un buen traductor del arameo.