Lo que se puede evaluar de un informe es el lugar en el que fue dicho, la manera en que se estructuró, el contenido del texto, el estilo de la redacción, la forma en que se dijo, si tuvo alguna audiencia, si despertó o no el interés de ésta, si lo que se planteó fue creíble y convenció a la ciudadanía y, finalmente, si elevó los niveles de aceptación del presidente y su gobierno.
La puesta en escena, todo evento político lo es, en la que el presidente Enrique Peña Nieto pronunció su tercer Informe de Gobierno me recordó las del régimen de la Unión Soviética. El presidente de pie, al centro, y a sus lados, en dos tribunas, la nomenclatura del aparato. De un lado los gobernadores y del otro los secretarios de Estado. Una escenografía de tiempos pasados y de una concepción del poder que pone distancia entre éste y los ciudadanos.
El texto inicia con una reflexión pertinente que reconoce el malestar ciudadano por los acontecimientos de Ayotzinapa; se habló de Iguala, de los casos de conflicto de interés donde el presidente está implicado, de actos de corrupción en el gobierno. El informe anunciaba algo nuevo, pero después de unos minutos el presidente volvió al discurso plano, sin fuerza y siempre políticamente correcto al que nos tiene acostumbrados.
En esta ocasión, en la hora y 55 minutos que duró la lectura, el presidente nos bombardeó con cifras, muchas de ellas menores e intrascendentes. El propósito, así lo entendí, era tratar de convencer a quien escuchaba que todo iba bien en el país a partir de la saturación de números y más números. Las cifras en cualquier discurso cada día dicen menos o no dicen nada a los oyentes.
El presidente a este informe llega con 65% de rechazo y sólo 35% de aprobación. Es un dato que no se puede ignorar y el texto que se iba a leer lo debía contemplar. Tenía, pues, que estructurarse en línea de dialogar y convencer a la mayoría que descalifica al presidente. El contenido del texto, decir que todo está bien, profundiza la distancia entre éste y la ciudadanía. La reacción ha sido la de “nos quieren ver la cara de idiotas” o “dar atole con el dedo”.
La forma en que se articula el informe no despierta ningún interés y tampoco convence a nadie. Está hecho de cara a los simpatizantes e incluso dudo que a ellos les diga algo. Así, el evento no pasa de ser un acto social irrelevante y al presidente lo escuchan sólo los asistentes a la puesta en escena. Es teatro de lo efímero. La audiencia de radio y televisión es mínima y sigue, desde hace años, una sostenida tendencia a decrecer. Si se quiere que el informe signifique algo hay que hacer las cosas en forma diametralmente distinta.
El presidente Felipe Calderón inició el actual formato de invitar a Palacio Nacional a un grupo afín para que oigan, con paciencia y buena cara, un texto auto laudatorio que es aplaudido por los asistentes. A eso van. El modelo no da. Una posibilidad, puede haber otras, es volver al formato donde el presidente lee el informe en el Congreso frente a un público que en buena parte no es afín y exige, por lo mismo, un texto republicano, con pocas cifras, mejor sin ellas, y con argumentos y razones políticas sólidas. Esto puede resultar más interesante para la ciudadanía.
Twitter: @RubenAguilar