Por Ramón Durón Ruíz
“Todos estamos seguros que vamos a morir…
el problema es que no hemos aprendido a vivir”
Entre los grandes miedos del mexicano están: 1.- El miedo a la enfermedad; 2.-El miedo a la soledad y el abandono; 3.- El miedo al desempleo; 4.- El miedo al amor, y 5.- El miedo a la muerte.
El mexicano puede hablar y jugar con la muerte –pero la del otro, no la de sí mismo–, y si ríe con la muerte, no como una burla, es porque sabe intuitivamente que es la mejor manera de desapoderarla y al darle color a los altares de muertos y ofrecerle al fallecido la más variada gastronomía, las oraciones, canciones y alabanzas, le quitan fuerza a la muerte, se abre a la posibilidad de acercarse a ella de par a par.
El 1 y 2 de noviembre son fechas trascendentes para los mexicanos, ahí se expresa nuestra mágica tradición cultural, con un mundo lleno de mitos, ritos, del sincretismo religioso, con un universo profundamente simbólico, con el que nuestra excepcional tradición cultural, nos reúne entorno al amoroso recuerdo de nuestros seres queridos.
Le tememos tanto a la muerte, que omitimos llamarle por su nombre y le decimos de múltiples maneras: la flaca, la parca, la fría, la huesuda, la calaca… No hemos entendido que la vida es el arte del encuentro… y la muerte también, porque ambas parten del amor.
La sabiduría de la vida, te recuerda que “el pasado es como el panteón: es bueno visitarlo de vez en cuando… pero no quedarse en él”, y la muerte, te ayuda a reflexionar sobre la transitoriedad, en la que queda claro que vas de paso, entonces aprendes a valorar cada instante –porque el milagro de la vida está hecha de instantes.
Cuando vives el HOY en torno al poder del amor, interpretas la plenitud de esa dualidad indisoluble que es la vida y la muerte, tu ser holístico –mente-cuerpo-alma– se redimensiona, llega a ti una metamorfosis, en la que nada es igual.
El ser humano, en todos los tiempos, buscando interpretar lo abstracto, ha estudiado y querido desentrañar el misterio de nuestra eterna compañera: la muerte, y en vez de encontrar respuestas, nos han llegado más interrogantes.
Desde que nacemos algo de nosotros principia a morir, como dijese Heidegger: “Somos un ser para la muerte.”
Cuando llega la muerte a nosotros, con su profunda cauda de dolor y de tristeza, es cuando entendemos que separación no es olvido y aprendemos que la rueda de la vida no se detiene, experimentando lo que es levantarse del duelo y las cenizas… para seguir adelante.
Este 1 y 2 de noviembre, nuestros ancestros, en un destello de preclara inteligencia nos han legado simbolismos, sincretismo religioso, ritos y tradiciones en torno al Día de Muertos, que por el misticismo que encierran, se han convertido en patrimonio intangible de la humanidad.
Cuando vives el HOY en torno al poder del amor, interpretas la plenitud de esa dualidad indisoluble que es la vida y la muerte, la totalidad de tu: –mente-cuerpo-alma– se redimensiona, llega a ti una metamorfosis, en la que nada es igual.
Reflexionar sobre la muerte, ha merecido atención desde el principio de la humanidad, quizá porque ahí se encierra el todo y la nada, será porque está impregnado de un carácter sublime y de duelo.
Sublime, pues frente a lo desconocido no se encuentran respuestas a las preguntas eternas, por eso a la muerte se le teme y se le respeta; y de duelo, porque el desconocimiento vital, sólo nos lleva ante su presencia a fluir con el dolor de la pérdida y la tristeza de no volver a ver al ser querido.
El sentimiento de miedo hace que omitas rencontrarte con la visión polícroma que trae consigo la presencia de la muerte. Cuando se ve a la muerte desde una visión ontológica, se es capaz de ir más allá de la culminación de la existencia.
Lo anterior me recuerda cuando “el viejo campesino de Güémez fue a visitar la tumba de su mamá, ahí se encontró con el Virulo quien le reclamó:
— ¡Oye Filósofo!, cuando se murió el ‘Cotico’, no fuiste al panteón; tampoco fuiste cuando se murió el ‘Tarura’ y tampoco asististe cuando murió el ‘Parrino’.
— Es que a mí –respondió el Filósofo– no me gustan los entierros, estaré en el mío nomás… ¡POR PURA ‘INCHE NECESIDAD!”