Primera parte * “Nada es más odioso que la afectación (escribe): la suma virtud del discurso es la claridad, y debe tenerse por viciosa toda oración que necesite intérprete.” Quintiliano Hoy después de estar inmerso en cuestiones del bien decir, tanto en disciplinas y arte de la declamación como de la oratoria en diversos eventos estudiantiles que van desde la educación primaria hasta certámenes universitarios, comparto cuestiones de interés para todos. Traigo a mi mente lo que para Quintiliano era una preocupación, y para nosotros una realidad. Expresarles a niños y jóvenes, así como a sus instructores que no se den ya por instruidos cuando han ocupado algún lugar preferencial en cualquier evento o certamen, ni haber aprendido cualquiera de esos librillos técnicos, llenos de preceptos menudos. Recordar que sólo con mucho trabajo, con asiduo estudio, con un constante ejercicio y con muchos experimentos de prudencia y maduro seso, se adquiere el arte de bien decir. Por más que los preceptos sean de algún auxilio, es obra inmensa y múltiple la del arte; casi todos los días se encuentra algo nuevo, sin que jamás se agote cuanto hay que decir sobre ello. Lo mismo es para aquellos que aún no han obtenido algún reconocimiento; recordando que no siempre los jurados o jueces son infalibles, ya que muchas veces los fallos emitidos no corresponden realmente al virtuosismo de los participantes. Por supuesto que muchas escuelas están interesadas en que los oradores sean mesurados en sus discursos, y que utilicen frases “hechas” que impacten a cualquier audiencia; siempre sin afectar la situación actual. Otras más prefieren la crítica social como una constante de interés de la población, para plasmar por medio de sus tribunos las angustias de un pueblo y sus repercusiones. Pero los maestros de la vieja escuela, hemos preferido tratar de llevar al orador verdaderamente sabio, y no sólo perfecto en costumbres, sino también en toda ciencia y en toda facultad de hablar; tal, en suma, como el ideal modelo que Cicerón había trazado en el Bruto, y como Quintiliano confiesa que todavía no ha aparecido en el mundo. Pero no porque esta perfección ideal esté tan lejos, hemos de desesperar, sino, al contrario, tender con mayores bríos a realizarla; pues aunque la elocuencia perfecta parezca que excede los límites y condiciones del ingenio humano, siempre ascenderá más el que ponga los ojos en el punto más alto, que el que, por desesperación de superar la cumbre, se detenga al pie del cerro. Años de participar en estas contiendas, algunas veces como competidor, otras como jurado y algunas más como público hemos comprobado verdades que no son difíciles de entender. No se debe confiar demasiadamente en los preceptos del arte, si se carece del fundamento de la naturaleza. Cuando el ingenio falta, aprovechan tan poco todos los preceptos que aquí y en otros libros se escriben, como poco aprovechan a las tierras estériles todas las teorías acerca del cultivo y la labranza ¡Por ello la lectura debería de ser base primordial de quienes desean ser paradigmas del bien decir !. Por ello sugerimos que no se tenga a Quintiliano por un preceptista árido y descarnado, ni imaginemos que confía demasiado en la virtud de su arte y en la importancia de sus disquisiciones pedagógicas; al contrario, tiene tal fe en la naturaleza y tal aborrecimiento a los malos retóricos, que, según él, el arte sutil y seco gasta y malea todo lo que en el orador hay de generoso y vivo, y agota todo el jugo de su ingenio. La obra de Quintiliano no es sólo una teoría literaria, sino un tratado pedagógico que guía al orador por todo el curso de su vida, desde la cuna al sepulcro, no abarca el libro primero de las Instituciones otra cosa que preceptos sobre la educación, desde la elección de nodriza y de ayo hasta los elementos de las artes preliminares a la retórica o auxiliares de ella. Pero no creamos, por eso, que la educación que Quintiliano recomienda sea pueril, solitaria y umbrátil. Tratándose de formar al orador para las tormentas del foro y de la vida pública, hay que avezarle a todos los soles, como quien ha de vivir en democracia. Para que no le hiera de súbito y le deslumbre por la novedad el resplandor vivísimo del sol, es preciso que el candidato de la oratoria no languidezca en el retiro, sino que eleve y fortifique su alma con la contradicción y el numeroso concurso, en escuela pública y abierta a todos, donde no nazcan en su ánimo, por falta de comparación, pensamientos de hinchada y estéril vanagloria. Cuanto más generoso y excelso es el ánimo que se consagra a la elocuencia, con tanto más vigor siente todo género de impresiones, y conforme arrecia la lucha, crece él en ansia de gloria, y con el ímpetu aumenta sus fuerzas, y no se deleita nunca sino en aspirar a cosas grandes. Actualmente a los grandes oradores con esta tesitura se le combate con una fingida indiferencia y el no concederles foro donde pueda externar una verdad; se prefiere entes a modo, que su retórica confunda y no diga más que sus impresiones personales, llena de adulación para quienes los utilizan No cabría la elocuencia en el mundo, si no tuviéramos más plática que el trato familiar. Quintiliano concede gran importancia a la gramática, y la trata de propósito como preliminar a la retórica; pero la gramática para él, como para todos los antiguos, no comprende sólo la rigurosa ciencia, sino que es una verdadera enciclopedia literaria y filológica, en que entra el juicio y crítica de los historiadores, de los poetas y de todos los escritores memorables por la belleza de su estilo, y exige además, como conocimientos auxiliares y secundarios, el de la historia, el de la fábula, el de la filosofía, el de la astronomía (en cuanto todas estas ciencias contribuyen a la más cabal inteligencia de los textos clásicos) y, finalmente, hasta el de la música, para las cuestiones del metro y del ritmo. (Continua) alodi_13@nullhotmail.com