Hace unos días en una cena de esta temporada le comenté a mi amigo Sergio González Levet, compañero de mesa junto con su esposa Elsa de León, que Antonio Tabucchi acababa de morir. Lo leí en Facebook y la noticia se me hizo novedosa. Al día siguiente verifiqué la noticia, Tabucchi murió pero tres años atrás, el 25 de marzo de 2012 a los 68 años. Me llama la atención no haber guardado en la memoria la muerte de tan ilustre escritor, uno de mis preferidos por cierto. Al revisar en mis archivos me di cuenta que yo había escrito sobre la muerte de Tabucchi. Tampoco de eso me acordé la noche anterior. ¿Por qué? Porque los escritores no mueren mientras su obra sobreviva. Vaya pues ese artículo publicado en 2012, motivado por la muerte de ese gran escritor italiano:
“Yo empecé a leer a Antonio Tabucchi porque me lo recomendó mi maestro Raúl Hernández Viveros. Ya antes Raúl había acertado y por eso de inmediato le hice caso.
Recuerdo una tarde, entrando en mis treintas, que llegué a casa de Raúl un tanto deprimido. Por esos días un joven que se había subido a mi taxi me llamó por primera vez señor; “Me lleva a tesorería por favor, señor”. En un principio no me sentí aludido; hasta ese momento todo mundo me seguía diciendo joven, pero debo reconocer que esa primera vez me cimbró. Esa tarde, después de comentarle a Raúl como me sentía, me recomendó la lectura de un cuento que hasta la fecha releo cada que me entra la gana: “Bienvenido Bob” de Juan Carlos Onetti.
Yo había ido por un remedio más físico, más palpable, una copa de vino o uno de esos ricos guisados con los que a veces Raúl sorprende a sus comensales, pero él me salió con un cuento. Esa misma tarde lo leí y me provocó un alivio que no me hubiera causado ni un té de yerbabuena con ruda.
El cuento es sobre la lucha generacional y el desprecio de los jóvenes a la gente adulta, desprecio que más tarde ellos mismos habrán de padecer, porque el tiempo, a final de cuentas, es nuestro peor enemigo. Un hombre se enamora de una mujer joven, pero el hermano de ella está dispuesto a hacer lo que sea posible para evitar ese noviazgo. En un momento del relato el joven le dice al pretendiente: “Usted no se va a casar con ella porque usted es viejo y ella es joven. No sé si usted tiene treinta o cuarenta años, no importa”. Vale señalar que consigue separarlos; pero la moraleja del final es insuperable, pues el tiempo a todos nos pone en nuestro lugar.
Todavía recuerdo el principio de ese último párrafo: “No sé si nunca en el pasado he dado la bienvenida a Inés con tanta alegría y amor como diariamente le doy la bienvenida a Bob al tenebroso y maloliente mundo de los adultos”.
Otro día, el mismo Raúl, me recomendó a Raymond Carver, me dijo “yo sé que te va a gustar porque a ti te gusta mucho Chéjov”. Leí a Carver y hasta la fecha lo sigo leyendo y compartiendo con mis talleristas. Carver me fascina por su capacidad de síntesis, de observación, por el terror que imprime en sus personajes cuando la vida les deja en claro que para algunos no hay segundas oportunidades. Pero Carver no sólo es un profeta del desaliento, Carver en medio de tanto “realismo sucio” nos hace un guiño optimista. Así lo leo en ese cuento fabuloso, “Elefante”, el relato de un hombre que tiene que mantener a su ex esposa, hijo, madre y todavía a su hermano, que le pide un préstamo para evitar que le embarguen la casa. Aun así sueña, y sueña con su padre que lo llevaba en hombros, como un elefante. Pero también se sueña alcohólico, como lo fuera años atrás. Al despertar deduce que si bien todos necesitan de él, las cosas no están tan mal. Pudieran estar peor, pudiera él seguir siendo un alcohólico, pero ya no lo es.
Pero un día Raúl Hernández Viveros se voló la barda. Esa tarde, de en medio de tanto libro sacó un volumen de Anagrama; era una novela reciente de un tal Antonio Tabucchi, titulada Sostiene Pereira. Me dijo “léela, en este pueblo nadie conoce a Tabucchi más que Sergio Pitol”. La leí, me encanto.
Merece la pena mencionar el leimotiv que en el relato se enuncia a cada momento “sostiene Pereira”, “Pereira sostiene”, y que va marcando el ritmo de la historia haciendo la lectura más placentera. La misma trama nos advierte que no se puede andar por la vida sin tener un compromiso; no se puede andar por la vida sin ejercer nuestra voluntad. Pereira es un hombre mayor que piensa que sólo puede esperar de la vida la muerte y por eso le rinde culto. Piensa mucho en su esposa ya fallecida y se ha decidido a escribir necrológicas (notas mortuorias) de escritores y poetas. Pero, sin que lo pudiese impedir, entra a su vida un joven (Monteiro Rossi) que lo hace reflexionar. Entonces Pereira se ve comprometido y acepta ese compromiso, esa lucha contra sí mismo en la que su voluntad aflora, desafía y vence. Después de esa novela leí La cabeza perdida de Damasceno Monteiro y más tarde Requiem.
Tabucchi me gusta porque me descubrió a Pessoa, quien a su vez me descubrió el Tajo, el gran río de Portugal; pero además, este autor italiano es otra de las coincidencias que tengo con Sergio Pitol.
Antes de conocer, es decir, antes de leer a Pitol, ya Chéjov, Carver y Tabucchi eran mi devoción. Pitol me fascina por su vicio nómada, por su prosa exacta y por la magnífica ficcionalización de sus recuerdos. Pero de entre toda su obra agradezco también sus preferencias. Tengo muy presente la antología de cuento que Sergio Pitol compila para la editorial Debate: Los cuentos de una vida: antología del cuento universal; el libro me fascina porque ahí están mis autores, los mismos que Raúl Hernández Viveros me había estado recomendando y la coincidencia me sigue agradando.
Tabucchi, que era muy amigo de Sergio Pitol, murió el pasado 25 de marzo a la edad de 68 años. Apenas hace unos días había programado en el Cine Club de La Quinta de la Rosas la película Sostiene Pereira, basada en la novela homónima de Tabucchi. Todos celebramos la exhibición sin suponer que unas semanas después el autor de esta grandiosa ficción habría de morir.
Tanta muerte encima de tan pocos días debería deprimirme. Sin embargo, hace unos meses en un tianguis encontré dos novelas de Tabucchi a las que todavía no doy lectura: Nocturno hindú y Dama de Porto Pim. Ahí están, entre mis libros, las miro esperando ansiosas a que me acerque a ellas para acariciarlas con los ojos.
Por ahí dicen que Antonio Tabucchi ha muerto. No lo creo, en ningún diario he leído la necrológica que Pereira le hubiese preparado.
¿Tabucchi ha muerto? Yo lo miro tan vivo, esperando sentado, como Pessoa, en el café A Brasileira; esperando en silencio a que se acerque una persona y le saque una conversación”.
Armando Ortiz aortiz52@nullhotmail.com