Siempre fue un artista, una figura del espectáculo (cantante, compositor, actor, artista plástico, diseñador, músico, productor, figura pública y crítico) de una muy difícil comprensión –al menos para el que esto escribe-, a veces impenetrable, a veces indescifrable, a veces irresoluble, a veces ininteligible, todo un acertijo, su misma música nos producía sensaciones de lo más disímbolas, a veces nos gustaba y a veces no la soportábamos, así era David Bowie, un tipo indefinible, de múltiples caras (camaleónico), un artista en el más amplio de los sentidos de culto, del que incluso llegamos a pensar que ni él mismo, a veces, se entendía y comprendía a sí mismo. Sin embargo, ayer que murió David Bowie (Brixton, Londres, 8 de enero de 1947), una extraña sensación nos invadió, una extraña sensación como de vacío, de orfandad, y es que por extraño que parezca, por impenetrable que haya sido el inglés, raro, pero para un servidor era una figura entrañable, quizá sea –y es la explicación más lógica que le encontramos a esta extraña sensación- porque buena parte de su música, al menos sus más sonados éxitos, están dotados de un dejo melancólico que de alguna manera los definía. Nada más para citar uno de ellos, Space Oddity, desde siempre nos sonó profundamente nostálgica y hasta triste, y si no nos creen escuchen esta versión que refuerza nuestra percepción de la canción interpretada en la soledad de la Estación Espacial Internacional por el astronauta canadiense Chris Hadfield, y que en YouTube ya lleva más de 28.5 millones de visitas: https://www.youtube.com/watch?v=KaOC9danxNo. Lo escribe Marco Aurelio Gonzàlez Gama, directivo de este Portal.