La población blanca se reúne. Son reclusas, parias sociales y violentas, pero las une el orgullo de su historia. Se sienten agraviadas ante conceptos como “orgullo negro”. “¿Y por qué no hay un orgullo blanco?”, recrimina una de ellas: como cualquier sujeto representante del grupo privilegiado, ciega ante los beneficios que por default le pertenecen por nacimiento.
Un peldaño más arriba, los guardias de la prisión de Litchfield no se preocupan por los privilegios de raza. Ellos cuentan con el de la libertad y el estatus de ciudadanos libres de historial delictivo. “Son criminales, no merecen nada”, proclama Piscatella, su jefe, hacia el final de la cuarta temporada de “Orange is the new black”, pero los espectadores ya habíamos entendido su punto de vista: vimos a los más nobles cerrar los ojos ante la sospecha de humillaciones hacia las reclusas, burlarse de ellas, temerles. “Toda acusación que provenga de ellas no es creíble”, explica en televisión el alcalde la prisión, argumentando nuevamente el estatus de criminales. El delito cometido ha nublado sus mentes y entorpecido sus lenguas ante la mayor ofensa posible: sus cuidadores se han vuelto sus verdugos.
Desde un principio, “Orange is the new black” apostó por exponer los abusos de los grupos privilegiados sobre los oprimidos. Pero en esta cuarta temporada exploró y explotó la dinámica desde diversos ángulos. Y a los anteriormente descritos, y quizás eclipsado por ellos, se suma el de la neurodiversidad, representado por Lolly Whitehill, convencida de ser blanco de una conspiración gubernamental; y Suzanne “Crazy eyes” Warren, frecuentemente ajena al mundo real.
Frente a palabras como “rareza” o “locura”, “neurodiversidad” me sabe a bocanada de aire fresco. El concepto, acuñado en los 90, pretende derribar las barreras de lo “normal” versus “anormal”. Inicialmente usado para describir la actividad neuronal diferente, pero no por ello inferior, de los autistas, y para contrarrestar los efectos de conceptos como “desorden” o “enfermedad”, ahora su uso se extiende más allá de los diagnósticos médicos para designar a todo aquel que aprehende el mundo de manera diferente a la considerada usual o “neurotípica”. Quien haya estado alguna vez en contacto con una persona neurodivergente sabe de lo que hablo. Sabe lo que es enseñarle a detectar el sarcasmo, a dirigirse con menor efusividad a desconocidos, a controlar ciertas emociones, guiar comportamientos de género en los que nunca había pensado… Conoce, en suma, el pánico que genera desentrañar el mundo social para quien lo encuentra ajeno y enigmático.
Suzanne Warren es la primera reclusa neurodivergente que conocemos en “Orange is the new black”. Su actitud errática, su incapacidad para detectar la incomodidad y las indirectas, y la inocencia de sus espontáneos arrebatos de cariño la caracterizan y la vuelven entrañable para sus amigas, pero molesta para quienes recién la conocen. En la cuarta temporada descubrimos que precisamente aquello fue el motivo de su encarcelamiento. Un par de temporadas más tarde, Lolly Whitehill entra en escena. Por medio de flash backs, la conocemos de joven, ejerciendo como reportera y después, a punto de ser ingresada a lo que parece ser un psiquiátrico del que escapa hasta que años más tarde se topa con dos policías. El encuentro con éstos se tuerce en cuanto empieza a escuchar voces: conociendo la falsedad de éstas, Lolly alza sobre su cabeza una especie de sonaja para acallarlas, pero los oficiales interpretan el movimiento como una amenaza y la tiran al suelo. No es difícil adivinar lo que vino después: la prisión.
Cuando conocemos las historias de Suzanne y Lolly, descubrimos que la criminalidad es un daño colateral del que son las principales víctimas. Avizoramos que lo que faltó en sus vidas no fue vigilancia, sino comprensión y, especialmente, un sistema que velara por ellas, en vez de recurrir al camino fácil del señalamiento y el castigo. Y cuando cerramos Netflix, notamos que entre nosotros la actitud no es distinta. Claro ejemplo es el de Adrián Arturo Ramírez, joven autista que en Facebook, apenas este 20 de junio, exponía públicamente el trato criminalizante que recibió en la USBI Xalapa, tras acercarse a unos corredores con el afán de socializar. Confundidos éstos y los guardias del recinto (cuya capacitación habría que poner en tela de juicio), lo obligaron a enseñar su credencial de elector y le tomaron fotos que posteriormente fueron difundidas sin su consentimiento, señalándolo de manera agresiva.
“Me entristece enormemente no poder encajar en la sociedad por ser una persona autista”, termina su post Adrián. Y quien lee no puede evitar bajar la cabeza. En la ficción, las hermanas de Lolly y Suzanne, desesperadas, buscan aligerar el peso sobre sus hombros, ya sea a través de ceder a Lolly a un asilo o dejando a Suzanne un fin de semana. Pero la ausencia de figuras cuidadoras y comprensivas desemboca en el sistema tragándose a ambas. Al final de la temporada, Lolly clama por ayuda al entrar al área psiquiátrica de la prisión y Suzanne, herida, es ingresada al área médica.
Vuelvo al post de Adrián y también bajo la cabeza. Sobre ella, el fantasma del encarcelamiento o la humillación pública. ¿De verdad son las únicas opciones?
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