El discurso de aceptación de Donald Trump como candidato presidencial del Partido Republicano, el pasado jueves, se inscribe en la lógica que califico de nacional-populismo, con claros tintes fascistas, que cada día se posiciona más en los sectores de la derecha y extrema derecha en el mundo ahora en crecimiento.
En su discurso, el eje central es la frase el “americanismo no el globalismo es nuestro credo”, unido a la idea de que “Estados Unidos volverá a ser grande”. Se parte de la idea mesiánica de que en otro tiempo su país fue el más grande e importante del mundo. Él garantiza el regreso a ese pasado glorioso con el que se identifican grandes sectores de la población.
Su discurso, de gran densidad ideológica, está lleno de promesas, de medias verdades y de francas mentiras. No importa. Eso es lo que quiere oír el electorado al que se dirige. Los electores que le pueden dar la presidencia de Estados Unidos se identifican con esa maniquea visión del mundo. Ellos son los buenos y todos los demás, los que no se parecen a ellos, los malos.
La estrategia que propone Trump, para volver a ser lo que alguna vez fueron, es encerrarse sobre sí mismos. Tres son las acciones centrales para poner alto a lo que ahora ocurre en su país que “amenaza su forma de vida”. La primera es poner fin a la inmigración. Ella es sinónimo de violencia e inseguridad. Hay que cerrar la frontera a todos los migrantes.
En segundo lugar está en poner un muro en la frontera sur, la que Estados Unidos tiene con México, para evitar la inmigración, pero también las mafias y las drogas. Los estadounidenses, en su visión simplista y maniquea, son buenos y todos los males vienen de fuera, en particular desde México. El muro va a evitar ese mal.
La tercera acción es renegociar un TLCAN que sólo beneficie a Estados Unidos. Si Canadá y México no lo aceptan, su país de inmediato se sale de él. En el discurso nacional-populista no importa si lo que se dice se puede o no hacer realidad. No importa los costos que pueda traer para su país y sus electores. Se pronuncia, para satisfacer a su clientela y así llegar al poder.
Una buena parte de su discurso es también parte del nacional-populismo; se dedica a descalificar a su contrincante, al que se ve como enemigo. Se vale todo. El fin justifica los medios. En la visión de Trump, el legado de la señora Hillary Clinton como funcionaria pública es “muerte, destrucción, debilidad”. Ella es un “títere” de las grandes empresas y de los medios y también una “corrupta”.
Él, en cambio, es otro elemento del discurso nacional-populista; se califica como “el honesto”, “el que dice la verdad”, el “políticamente incorrecto”. Él, como lo reclaman los líderes populistas, pide una y otra vez a lo largo del discurso que le “crean” sólo porque sí, porque es el candidato de “la ley y el orden”. Trump, el nacional-populista, tiene reales posibilidades de ser el próximo presidente de Estados Unidos.
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