Su orgullo, tozudez y rabia fueron más imponentes que su belleza y sus elegantes vestidos. La Scarlett O’Hara interpretada por Vivien Leigh estaba llena de dignidad y pasión, ambas suficientes para dejar una honda marca en mi memoria, junto a mujeres como Catherine Earnshaw, Ana Karenina y Jean Eyre. Las cuatro, hechas de una pasta completamente distinta entre sí, pero en comunión con la misma fuerza arrebatadora que las ha vuelto inolvidables para sus amantes lectores.
Hacía ya muchos años que había visto la película y anotado en mi lista mental de libros por leer Lo que el viento se llevó cuando me lo topé de frente. Caminaba sin interés entre los caminos improvisados del mercado de la Hernández Castillo, en Xalapa, mientras mi pareja exploraba en busca de algún tesoro escondido, cuando lo vi: un libro alto y grueso, de portada dorada y páginas blancas. ¡Y nombraba a su protagonista “Scarlett” y no “Escarlata”! Porque, verá, querido lector, siempre he odiado las traducciones que castellanizan los nombres propios. ¡Y costaba 50 pesos! ¡Era demasiado bueno para ser cierto!
Lamentablemente, mi pareja no compartía el mismo entusiasmo que yo por el libro. Por entonces, aún no había logrado infundirle la creencia de que los libros, como los gatos, acuden a nuestro encuentro en el momento preciso, y por ello me recomendó seguir adelante y regresar después, para encontrarlo más barato. Desgraciadamente, le hice caso. Penosamente, mi memoria bloqueó de mis recuerdos si aquel día no lo volvimos a encontrar o si simplemente lo olvidamos, pero lo cierto es que jamás volví a ver aquella edición de Lo que el viento se llevó.
Lo más trágico de los desencuentros es que sólo más tarde uno averigua el precio de la oportunidad perdida. En mi caso, éste era de mínimo 400 pesos en Mercado Libre. En las librerías, ausente, una rareza que impresa sólo podía ser hallada como libro usado.
Miserable, volqué mi decepción en Twitter, más por catarsis que por iniciar una conversación, aunque obtuve una. Ella, la tuitera que siempre me hacía sonreír, encontró tan deplorable como yo mi situación. Y por entonces, la historia ahí se quedó.
II
Los libros siempre tienen como mínimo tres historias: la que viene en tinta, la de quien lo escribió y la de quien lo leyó. Un libro nuevo, a pesar de sus páginas impresas, casi siempre es una hoja en blanco que sólo puede llenar el lector. Un libro nuevo, pero abierto y dedicado, ya es una historia iniciada.
Son los libros viejos, polvosos y maltratados los más interesantes, en tanto que suelen abrirse en automático entre dos páginas únicas y es tarea del actual poseedor descubrir qué línea o qué palabra atraía tanto al antiguo propietario. Algunos sufren de las esquinas de sus páginas dobladas y otros tantos, de la línea suave de un lápiz que marcó frases aquí y allá hasta el punto en que si uno sólo leyera éstas, encontraría un nuevo libro. También están los que a modo de glosa traen en los márgenes apuntes de su primer lector. Viene a mi memoria, por ejemplo, el poco literario Manual de Periodismo, de Vicente Leñero y Carlos Marín, que encontré en un mercado y que para siempre fue marcado por las deprimentes quejas amorosas de su antigua propietaria, una mujer tan insensata que las escribió con pluma de tinta azul.
Beatriz, la pequeña hija de mi amiga Monserrat, tiene en su haber ya un par de libros con historia. Libros en su mayoría dedicados, gracias a la ternura de su madre, entre los que resalta ¿Cómo nacieron las estrellas?, de Clarice Lispector, un regalo de Ella, la tuitera que siempre me hacía sonreír y que, en su momento, comprendió mi tristeza por Lo que el viento se llevó. ¡Qué fortuna la de Beatriz!
Quizás quiera la suerte, la vida o lo que sea que rija nuestras existencias, que un día me siente frente a Beatriz y le cuente que tenemos más en común aparte de la profunda dicha de conocer a su madre. Quizás un día, saque de un librero aún no construido mi propio ejemplar de Lo que el viento se llevó y le revele que ese libro no narra sólo la historia de la valiente y arrogante Scarlett O’Hara, sino también de la nobleza que un sábado me hizo tan feliz.
Porque un sábado, en mi escritorio y junto a mi consternado gato, encontré un paquete que en el remitente tenía el nombre de Ella, la tuitera que siempre me hacía sonreír. Dentro de él, Lo que el viento se llevó y un post it con mi nombre y el suyo como firma. Había pasado más de un año desde que dejé pasar la oportunidad de comprar el ejemplar de portada dorada y páginas blancas.
Quizás un día le cuente a Beatriz que los desencuentros a veces no son pérdidas, sino regalos a futuro. Y que los libros siempre, aunque no parezca, llegan en el momento preciso.