Uno de los grandes problemas de México, hoy como ayer, es su nacionalismo llevado hasta el extremo que delata un profundo complejo de inferioridad.
Luis Buñuel no estaba tan alejado de la verdad descrita por Samuel Ramos en su polémico Psicoanálisis del mexicano: “Éste asocia su concepto de hombría con el de nacionalidad, creando el error de que la valentía es la nota peculiar del mexicano (‘me vale madre’, ‘muchos huevos’ y ‘yo soy tu padre’, por ejemplo). Para corroborar que la nacionalidad crea también por sí un sentimiento de menor valía, se puede anotar la susceptibilidad de sus sentimientos patrióticos y su expresión inflada de palabras y gritos. La frecuencia de las manifestaciones patrióticas individuales y colectivas es un símbolo de que el mexicano está inseguro del valor de su nacionalidad”.
Luis Buñuel, un ser dotado de una inteligencia suprema volcada al expresión surrealista en el cine, al lado de Federico García Lorca y Salvador Dalí, llegó a México a mediados del siglo pasado y aquí se instaló, por mediación de su amigo Fernando Benítez. Llegó con el antecedente de haber deslumbrado al mundo con El perro andaluz y La edad de oro. De inmediato se insertó en el cine de esos años –comedias rancheras burdas y melodramas arrabaleros– con la expresión y el talento que caracterizó su obra. Buñuel lo hacía por dinero pero con el decoro de un tejedor de historias. Por eso pronto decidió mejor conocer al mexicano y basar sus guiones en su propia experiencia. Un día leyó en el periódico la noticia de que un niño de once años había aparecido muerto tirado en un basurero de la ciudad de México. Comenzó a interesarse por la situación de un sector de la infancia marginada e ignorada por sus familias y las autoridades. Empezó a frecuentar el Tribunal de Menores mexicano, la cárcel de mujeres y las clínicas de deficientes mentales; accedió a fichas e informes sobre mendigos y marginados que le iban impresionando más y más, conformando en su mente la idea de una película que plasmara esta situación.
Así nació Los olvidados, la película número uno de las cien mejores del cine mexicano.
Su productor de cabecera, Oscar Dancigers, encontraba interesante la idea de una película sobre los niños pobres y abandonados que vivían a salto de mata. El mismo Buñuel lo cuenta en sus memorias Mi último suspiro: “Durante cuatro o cinco meses, unas veces con mi escenógrafo, el canadiense Edward Fitzgerald, otras con Luis Alcoriza, pero generalmente solo, me dediqué a recorrer las ciudades perdidas, es decir, los arrabales improvisados, muy pobres, que rodean la ciudad de México. Algo disfrazado, vestido con mis ropas más viejas, miraba, escuchaba, hacía preguntas, entablaba amistad con la gente. Algunas cosas que vi pasaron directamente a la película. Entre los numerosos insultos que recibiría después del estreno, Ignacio Palacios escribió, por ejemplo, que era inadmisible que yo hubiera puesto tres camas de bronce en una de las barracas de madera. Pero era cierto. Yo había visto esas camas de bronce. Algunas parejas se privaban de todo para comprarlas después de casarse. Al escribir el guión, yo quería introducir algunas imágenes inexplicables, muy rápidas, que habrían hecho decir a los espectadores: ¿he visto esto? Por ejemplo, cuando los chicos siguen al ciego en el descampado pasaban ante un gran edificio en construcción, y yo quería instalar una orquesta de cien músicos tocando en los andamios sin que se oyera. Dancigers, que temía el fracaso de la película, me lo prohibió. Me prohibió incluso mostrar un sombrero de copa cuando la madre de Pedro –el personaje principal– rechaza a su hijo que regresa a la casa. Por cierto que a causa de esta escena la peluquera presentó su dimisión. Aseguraba que ninguna madre mexicana se comportaría así. Unos días antes, yo había leído en un periódico que una madre mexicana había tirado a su hijo pequeño por la portezuela del tren. De todos modos, el equipo entero, aunque trabajando muy seriamente, manifestaba su hostilidad hacia la película. Un técnico me preguntaba, por ejemplo: ‘Pero, ¿por qué no hace usted una verdadera película mexicana, en lugar de una película miserable como ésta?’. Pedro de Urdemalas (Jesús Camacho), un escritor que me había ayudado a introducir expresiones mexicanas en la película, se negó a poner su nombre en los créditos. Estrenada bastante lamentablemente en México, la película permaneció cuatro días en cartel y suscitó en el acto violentas reacciones. Sindicatos y asociaciones diversas pidieron inmediatamente mi expulsión. La prensa atacaba a la película. Al término de la proyección privada, mientras Lupe, la mujer del pintor Diego Rivera, se mostraba altiva y desdeñosa, sin decirme una sola palabra, otra mujer, Berta, casada con el poeta español Luis Felipe, se precipitó sobre mí, loca de indignación, con las uñas tendidas hacia mi cara, gritando que yo acababa de cometer una infamia, un horror contra México. Yo me esforzaba en mantenerme sereno e inmóvil, mientras sus peligrosas uñas temblaban a tres centímetros de mis ojos. Afortunadamente, Siqueiros, otro pintor, que se encontraba en la misma proyección, intervino para felicitarme calurosamente. Con él, gran número de intelectuales mexicanos alabaron la película”.
A finales de 1950, Buñuel volvió a París después de diez años de ausencia para presentar Los olvidados. Todos sus amigos surrealistas vieron la película en el Studio 28 y se sintieron impresionados. Sin embargo, Georges Sadoul le mandó un recado que tenía que hablarle de algo grave. Se reunieron en un café cercano a la plaza de L’Etoile y le confió que el partido comunista acababa de pedirle que no hablara de la película. Sorprendido, Buñuel pregunté porqué.
–Porque es una película burguesa –le respondió Sadoul.
–¿Una película burguesa? ¿Cómo es eso? –preguntó Buñuel.
–En primer lugar –le dijo Sadoul–, se ve a través del cristal de una tienda a uno de los jóvenes abordado por un pederasta que le hace proposiciones. Llega entonces un agente de la policía y el pederasta huye. Eso significa que la policía desempeña un papel útil: ¡No es posible decir tal cosa! Y, al final, en el reformatorio, muestras a un director muy amable, muy humano, que deja a un niño salir para comprar cigarrillos.
También en París, con ocasión de las proyecciones privadas, otro adversario de la película fue el embajador de México, Jaime Torres Bodet, hombre cultivado que había pasado largos años en España e, incluso, había colaborado en la Gaceta Literaria. También él estimaba que Los olvidados deshonraba a su país.
Pero todo cambió después del Festival de Cannes, en donde Octavio Paz –poeta del que André Breton le había hablado a Buñuel y a quien admiró después— distribuía personalmente a la puerta de la sala un artículo que había escrito sobre la película (“el mejor, sin duda, que he leído, un artículo bellísimo”, diría Buñuel). La película tuvo un gran éxito, obtuvo críticas favorables y recibió la Palma de Oro (“Yo no tenía más que una tristeza, una vergüenza: el subtítulo que los distribuidores de la película en Francia creyeron oportuno añadir al título: Piedad para ellos. Ridículo”). Tras el éxito europeo, se vio absuelto del lado mexicano. Cesaron los insultos y la película se reestrenó en el Cine Prado de la ciudad de México, donde permaneció dos meses.
“En Los olvidados –relata Buñuel– traté de denunciar la triste condición de los humildes sin embellecerla, porque odio la dulcificación del carácter de los pobres”. Para André Bazin, la grandeza de esta película se percibe inmediatamente cuando caemos en la cuenta de que no se refiere nunca a categorías sociales: “Sin ningún maniqueísmo en los personajes, su culpabilidad sólo es contingente: la conjunción aleatoria de destinos que se entrecruzan como puñales. Es absurdo reprochar a Buñuel una afición perversa a la crueldad. Pero la crueldad no es de Buñuel; él se limita a revelarla al mundo. Elige lo más atroz porque el verdadero problema no es saber que existe también la felicidad, sino hasta dónde puede ir la condición humana en la desdicha. Los olvidados es una película de amor y que requiere amor. No hay nada más opuesto al pesimismo existencialista que la crueldad de Buñuel. Porque no elude nada, porque no concede nada, porque se atreve a mostrar la realidad con una obscenidad quirúrgica, puede volver a encontrar al hombre en toda su grandeza y forzarnos, por una especie de dialéctica pascaliana, al amor y a la admiración. En Los olvidados las caras más horrorosas tienen rostro humano. El sentimiento que brota de Los olvidadoses el de la inmarchitable dignidad humana. Y por eso no suscita en el público una complacencia sádica o una indignación farisáica. La crueldad de Buñuel es totalmente objetiva. Es sólo lucidez y nada tiene de pesimismo”.
Ahora, la película es Patrimonio de la Humanidad. Contra el credo de los mexicanos no acostumbrados a la crítica y que creen que todo lo que no es elogio va en contra de ellos, como lo señala Samuel Ramos, y por ser “un apasionado retrato de los olvidados, en una forma brutal pero honesta, trágica y poética”, la película ha merecido esa distinción de la UNESCO y la incluyó en el registro de La Memoria del Mundo, al lado de La novena sinfonía, de Beethoven, y junto a sólo dos películas más: Metrópolis, de Fritz Lang, y El mago de Oz, de Victor Fleming.
Luis Buñuel dejó claramente expresado su convencimiento de la importancia del cine como elemento constructor de nuestra sociedad: “Ha dicho Octavio Paz: ‘Basta que un hombre encadenado cierre sus ojos para que pueda hacer estallar el mundo’, y yo –decía el cineasta–, parafraseándolo agrego: bastaría que el párpado en blanco de la pantalla pudiera reflejar la luz que le es propia para que haga saltar el universo”.