Cuando ocurrieron los lamentables hechos del 2 de octubre del 68, este escribiente apenas rebasaba los ocho años de edad. Cursaba el tercer año de primaria y de esa represión estudiantil –matanza como también se le llamar-, guardo muy vagos recuerdos. Si ahorita se me preguntara qué imágenes periodísticas –de la prensa en general- tengo presentes de aquellos dramáticos momentos, la verdad es que son pocas, muy vagas, si acaso algún encabezado del periódico Excélsior, quizá algo habré visto publicado en la revista Siempre de José Pagés Llergo y nada más.
En mi casa seguramente fue un tema que se tocó en la mesa a la hora de la comida. Dos de mis hermanos mayores estudiaban en aquel entonces en Xalapa, Carlos arquitectura y Armando Leyes. Como se sabe en la capital también hubo manifestaciones estudiantiles de protesta. Por ahí todavía andan muchos testigos de aquellas gestas: Lulio Valenzuela, Guillermo Villar, Ranulfo Márquez, Rafael Arias y Juan José Rodriguez Prats. Lo que sí recuerdo es que en esos días llegué a ir con mis padres a la todavía capital, y algo diferente se percibía en la ciudad de México. Un ambiente muy palpable como de estado de sitio, era evidente la presencia policiaca y el aroma represivo se respiraba.
Todo mundo andaba temeroso, la gente salía poco a las calles o para lo más necesario si acaso, era algo feo que no alcanzaba a explicarme, algo que sin duda percibía a mi corta edad. A los días vinieron las XIX Olimpiadas y todo pareció volver a la normalidad, a pesar de que la herida del 68 supuraba mucha sangre. Los Juegos Olímpicos se desarrollaron con relativo éxito, México cumplió ante el mundo después de esos primeros días muy oscuros. Después vendría el 71 y otra vez la represión se hizo presente en las calles de la ciudad de México, irrumpieron con fuerza desmedida los ‘halcones’ de Alfonso Martínez Domínguez, el batallón Olimpia y nuevamente días borrascosos.
Pasaron los años y del 68 y del 71recibí poca información, hasta que llegaron los años preparatorianos y fue entonces que ahí un maestro, Francisco Prieto, que daba una clase de comunicación se encargó de refrescarnos la memoria a los estudiantes. Una tarde de octubre nos pasó una película que recogía algunas de las imágenes del 68, él aficionado a la música de Inti Illimani y de Alfredo Zitarrosa, fue narrando paso cada momento de la negra noche del 2 de octubre, con un estilo que me hacía recordar a las memorables narraciones de Álvaro Mutis cuando acompañaba con su voz las hazañas de Eliot Ness y sus intocables. Fue impactante revivir la represión estudiantil, la plaza de las Tres Culturas era, efectivamente un campo de batalla con la irrupción del ejército a bayoneta calada, las tanquetas y los estudiantes corriendo a refugiarse como podían.
De ahí me fui a la ciudad de México a estudiar la licenciatura. Año de 1978, diez años después del movimiento estudiantil y me tocó la época del negro Durazo, de Sahagún Baca y de Tlaxcoaque, y si por alguna razón –la menos impensada-, era detenido uno para una revisión por alguna fuerza del orden público, al identificarse uno como estudiante era como una agravante, de inmediato la autoridad lo recriminaba como si fuera uno el delincuente más peligroso, una amenaza para la estabilidad nacional.
¡Qué caro nos ha salido a los mexicanos el 68!, porque más allá de la apertura política que sin duda propicio en el cerrado sistema político mexicano, ese que algunos estudiosos han dado en llamar el ‘antiguo régimen’, para el Estado significó una especie como de estigma que lo dejó marcado para siempre como una entidad estatal represiva que no sabe cómo usar legítimamente la fuerza pública y el monopolio de la violencia que por ley le ha sido conferido.
Tal es la desconfianza, que todavía hoy día ante eventos tan desafortunados y desgraciados como la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa, algunas voces muy identificadas –con muy mala fe por supuesto-, insisten en el colmo de las supersticiones, que los jóvenes pudieron haber sido incinerados en “los hornos crematorios” que, según estos mal intencionados, existen en muchos campos militares según esto para la desaparición de los enemigos del régimen, lo que es a todas luces una versión sin fundamento y desbordada.
Finalmente, el domingo 2 de octubre se suicidó Luis González de Alba, una figura imprescindible para destaparse los ojos y desenmarañarse la mente de las telarañas que le nublan a uno la mente. González de Alba, como muchos saben fue uno de los muchos estudiantes que vivieron y padecieron en carne propia la represión de esa negra noche Tlatelolco, estuvo preso tres años en Lecumberri y se convirtió con el tiempo en la conciencia del 68, desacralizando al movimiento estudiantil quitándole ese tono que muchos le han querido dar al tratar de equipararlo a algo parecido a lo que ocurrió con los regímenes militares del cono sur.
Luis González de Alba se distinguió por expresar sin complacencias y autocomplacencias lo que pensaba, le incomodara a quien le incomodara, ya fuera esta la izquierda más atrasada y corrupta de este país, ya fuera Elena Poniatowska, a la que acusó de plagio por sus excepcionales trabajos sobre el 68 y de su crítica y mordacidad tampoco escaparon ni rojos, ni azules, ni amarillos. Era un activista del movimiento gay y en ningún momento dudó en hacer públicas sus preferencias sexuales, pero lo que más destaco de Luis, además de sus enormes pantalones para asumirse homosexual en una época en donde el machismo estaba a todo lo que daba en este país y declararse gay era tanto como hacerse acreedor de un castigo divino, fue su faceta como un extraordinario divulgador de la ciencia, de la cultura y de su libertad para ser, decir y hacer.
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