*Nunca tendrá verdaderos amigos aquel que tiene miedo de hacer enemigos. Camelot.

Al ver la foto, uno supone de inmediato que uno de ellos no está con la vestimenta adecuada. Es foto de playa, o quizá esas de escenarios fingidos. El viste de traje, corbata y chaleco de marista, ella en traje de baño de los años 20’s, cuando aún no llegaba ni nacía el bikini que idealizó Brigitte Bardot (Hubo un tiempo que De Gaulle pensaba que la cintura de BB era la primera industria de Francia). Se le podría llamar La Bella y la Bestia, pero eso sería irreverencia. Ella es bella, pero él no es bestia, es afamado escritor, guionista y director. Los dos son neoyorkinos de nacimiento. Scarlett Johansson (1984) y Woody Allen (1935). Ella, actriz consentida del afamado. Él, escritor y director neoyorkino. De Woody se tejen leyendas. Nunca abandonaba Nueva York y su Manhattan querida, hasta el día en que razones humanas lo hicieron claudicar y abandonó la isla para ir a Los Ángeles, California, a rendir homenaje a los bomberos caídos en aquel 11 de septiembre. Sin el miedo a tomar el avión, viajó a Oviedo, a recibir el Premio Príncipe de Asturias de las Artes (2002), y se enamoró de esa bella ciudad. Al aceptar el premio, soltó una frase de chascarrillo de otro comediante: “Yo no me merezco este premio, pero tengo diabetes y tampoco me lo merezco”. Luego, les dijo otra que los maravilló: “Esta ciudad, Oviedo, es como un cuento de hadas, y además, tiene un príncipe”. Scarlett tomó su nombre de la inmortal bella de Lo que el viento se llevó. Su madre, al bautizarla, no pensó jamás que sería una actriz ilustre, galardonada, reconocida y que ha embrujado al mismísimo Woody Allen, que la tiene entre sus musas, como Almodóvar a sus chicas, y es la mujer más sensual del mundo, según encuesta hollywoodense. La foto contrasta, pues mientras Scarlett está en traje de baño de los años 20’s y zapatillas rojas puntiagudas, Woody, sentado en silla de director, porta chaqueta, pantalón de pana y chaleco como si se estuviera en la nieve. Se le ve cara de aburrido, en sus ojos escondidos en sus gafas cuadradas, muy típicas de él, al fondo el mar y la playa al piso, y un pedazo de su calzado bostoniano asoma. Pero más bien, parece que se está subyugando por esa espalda que muchos quisieran tener a la vista a pocos metros. El balón playero al lado, que es lo de menos.

LA CASA DIVIDIDA

El llorado presidente John F. Kennedy, buscó siempre entre la historia, escudriñar aquel viejo discurso del presidente Abraham Lincoln, el que dio al pie del camposanto con olor a muerte, días después de la batalla de Gettysburg, la que dio fin a la cruenta Guerra Civil americana, la que partió en dos a esa Nación, que luego se levantó a ser la más poderosa del mundo. Cuentan sus biógrafos que una noche antes, el presidente, en una carpa sin luz, con vela de por medio, de puño y letra escribió el que consideran el más grande discurso de aquel siglo. Discurso de tres minutos, en diez oraciones y menos de trescientas palabras.

Dijo: “Hace ocho décadas y siete años, nuestros padres hicieron nacer en este continente una nueva nación concebida en la libertad y consagrada al principio de que todas las personas son creadas iguales. Ahora estamos empeñados en una gran guerra civil que pone a prueba si esta nación, o cualquier nación así concebida y así consagrada, puede perdurar en el tiempo. Estamos reunidos en un gran campo de batalla de esa guerra. Hemos venido a consagrar una porción de ese campo como último lugar de descanso para aquellos que dieron aquí sus vidas para que esta nación pudiera vivir. Es absolutamente correcto y apropiado que hagamos tal cosa. Pero, en un sentido más amplio, nosotros no podemos dedicar, no podemos consagrar, no podemos santificar este terreno. Los valientes hombres, vivos y muertos, que lucharon aquí lo han consagrado ya muy por encima de nuestro pobre poder de añadir o restarle algo. El mundo apenas advertirá y no recordará por mucho tiempo lo que aquí decimos, pero nunca podrá olvidar lo que ellos hicieron aquí. Somos, más bien, nosotros, los vivos, los que debemos consagrarnos aquí a la tarea inconclusa que, aquellos que aquí lucharon, hicieron avanzar tanto y tan noblemente. Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos aquí a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que, de estos muertos a los que honramos, tomemos una devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron hasta la última medida completa de celo. Que resolvamos aquí, firmemente, que estos muertos no habrán dado su vida en vano. Que esta nación, Dios mediante, tendrá un nuevo nacimiento de libertad. Y que el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecerá de la Tierra”.

Hace poco, me acordé y reviví el otro discurso de Lincoln, el de La Casa Dividida:

“Una casa dividida contra sí misma no puede sostenerse. Creo que este gobierno no puede soportar permanentemente mitad esclava y mitad libre. No espero que la Unión se disuelva – no espero que la casa a caer -, pero espero que dejará de estar dividida. Se convertirá en una misma cosa, o todos los demás. Cualquiera de los opositores de la esclavitud detendrá la propagación de la misma, y lo colocamos en la mente del público recaerá en la creencia de que es en el curso de la extinción definitiva, o sus defensores la empuja hacia delante, hasta que se convierte tanto legal en todos los Estados, tanto antigua como nueva – Norte como del Sur”.

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