Mi abuela decía que de los orígenes no hay que avergonzarse, que la vida presente es producto del trabajo, constancia y disciplina del pasado. Que lo que hoy disfrutamos lo trabajamos ayer. Y sí, considero que apenarnos o esconder nuestra cuna es deleznable. Pero, ¿qué pasa cuando somos discriminados por nuestras raíces?

Este es el problema que enfrenta miles de jóvenes y niños (qué decir de las niñas) que se niegan a aprender su lengua materna porque son discriminados por la gente mestiza, “la de razón”, la que habla español. Pareciera que el tiempo se detiene en nuestro estado y aún seguimos clasificando a las personas por su lengua y origen. Vamos, sólo falta que dividamos a la sociedad por castas.

Hemos pasado del indio pata-rajada al naco, de los rebeldes sin causa a los reguetoneros, de los chavos banda a los cholos y así, seguimos clasificando a las personas por su forma de vestir, de ser, de comportarse, de vivir. Cómo si nuestra existencia fuese un ejemplo de perfección. Nada nos distancia de Hitler o de Donald Trump con nuestros comportamiento racistas y clasistas. Sólo hay que pensarlo un momento, sólo un breve momento para darnos cuenta de nuestra homofobia, malinchismo y xenofobia con la gente que pasa nuestra frontera sur.

Todo esto lo comento como eco de lo dicho por el presidente de la comisión permanente de Asuntos Indígenas de la LXIII Legislatura del Estado, Ignacio Enrique Valencia Morales; quien hace días comentó que las niñas, niños, adolescentes y jóvenes indígenas veracruzanos no quieren aprender su lengua original por miedo a la exclusión y discriminación social y falta de acceso a la justicia.

En comunicado oficial, se informa que el legislador exhortó a los padres de familia para que desde el hogar sea reforzada el habla huasteca, tepehua, popoluca, mixe, náhuatl de la huasteca, de la sierra de Zongolica y del sur del estado; así como el zoque, zapoteco, mazateco, mixteco, chinanteco, otomí o totonaco, con sus variantes, que como el español son nacionales y tienen el mismo valor en la vida pública y privada.

“Es dentro del seno familiar donde se ha dejado de inculcar a los hijos el seguir con la lengua materna en cada una de las regiones, además de que las nuevas generaciones no quieren hablar la lengua de sus padres porque se han dado cuenta que son objeto de exclusión por no hablar español”.

La contradicción es bárbara. Por un lado, presumimos las ciudades prehispánicas y zonas arqueológicas de nuestra entidad. Nos sentimos orgullosos del escudo (que representa el mito azteca de la fundación de su ciudad capital: Tenochtitlan), el mes pasado hicimos gala de nuestra “mexicanidad” y gritamos a los cuatro vientos nuestra independencia.

Pero en la vida cotidiana somos lo opuesto. Negamos en los hechos la multiculturalidad heredada, tenemos la mirada hacia fuera sin conocer lo que somos, aspiramos modos y formas de vida “nuevas” sin tan siquiera haber vivido la nuestra. En fin, somos lo que somos y de cada quien depende cambiar. ¿No lo cree?

Por hoy es todo, les deseo un excelente inicio de semana y nos leemos en la próxima entrega.