In memorian Doña Bertha Villarreal de Urreta.

En los días que corren, de gran intensidad política, de intereses encontrados entre los protagonistas y lamentable omisión de quien, por ley, tendría que establecer el orden, con el resultado injusto de que, quien siempre paga los platos rotos se llama Juan Pueblo, cambiar de tema nos viene bien. Hacer un breve repaso sobre la conmemoración de muertos, tan añeja y tan nuestra, además de oxigenante, en una de esas, nos da la clave de alguno de los porqués de lo que estamos padeciendo.
Como todos los años, en las diferentes regiones de México, las comunidades celebran los Días de Muertos, es decir, el regreso temporal al mundo de los vivos, de sus familiares y seres queridos difuntos.
Para muchos mexicanos, sobre todo del ámbito rural, que aprendieron esta tradición de sus padres y abuelos, los altares y ofrendas a sus difuntos, son el espacio de reencuentro, en una dimensión mágica, con los seres queridos que ya no están.
Desde una perspectiva antropológica social, el hecho de que siga vigente esta tradición milenaria, que además es integradora, representativa y también comunitaria, debiera interpretarse como el reconocimiento de un pueblo a sus raíces, como un factor de cohesión social que fortalece a la comunidad, de enorme valor en los días que corren, en donde el tejido social dañado obstaculiza la conducta colectiva de los mexicanos.
El ritual a los muertos nos habla de edades y formas de morir, de Todos los Santos, que son los que murieron niños y de Los Fieles Difuntos, que son los adultos. Una festividad en donde la sociedad se abre, participa, comulga consigo misma, con sus semejantes y con los valores que dan sentido a su existencia religiosa o política. Y si bien pareciera incongruente que un pueblo tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas. Su frecuencia, el brillo que alcanzan, el entusiasmo con que todos participamos, pareciera revelar que, sin ellas, los mexicanos estallaríamos. Ellas nos liberan, así sea momentáneamente, de todos esos impulsos sin salida y de todas esas materias inflamables que guardamos en nuestro interior.
La festividad de muertos es una explosión, un estallido, y una forma de mostrar como decía Octavio Paz que: “Muerte y vida, júbilo y lamento, canto y aullido, se alían en nuestros festejos, no para recrearse o reconocerse, sino para entre devorarse” y completaba: “No hay nada más alegre que una fiesta mexicana, pero tampoco hay nada más triste. La noche de fiesta es también noche de duelo.”
Muchos años han pasado y muchos han sido los cambios en la sociedad mexicana desde que en 1950 Octavio Paz retratara a los mexicanos en su ensayo “Todos Santos, Día de Muertos” en donde describe con crudeza implacable, el más logrado sincretismo entre la cultura prehispánica y la religión católica; entre los rituales religiosos católicos traídos por los españoles y la conmemoración del día de muertos que los indígenas realizaban desde los tiempos prehispánicos. Un sincretismo que retrata magistralmente el mestizaje que somos; el que nos lleva a actuar muchas veces de forma contradictoria; el de la herencia de amor-odio al dominio español y amor-odio a la mansedumbre del mundo indígena. Un mestizaje de enorme fuerza, intensidad, de gran riqueza cultural y talento creativo, pero plagado de ambivalencias y actitudes contradictorias.
Para el mexicano actual, señalaba Paz, la muerte ha dejado de ser tránsito, acceso a otra vida más vida que la nuestra. Pero la intranscendencia de la muerte no nos ha llevado a eliminarla de nuestra vida diaria. A diferencia de otras culturas en que se evita siquiera mencionarla, el mexicano la frecuenta, la burla, la acaricia, duerme con ella, la festeja, es uno de sus juguetes favoritos y su amor más permanente.
La indiferencia del mexicano ante la muerte se nutre de su indiferencia ante la vida. Nuestras canciones, refranes, fiestas y reflexiones populares manifiestan que la muerte no nos asusta porque «la vida nos ha curado de espantos».
En la sociedad actual, el más acabado ejemplo de lo que describe Paz lo advertimos en la actitud violenta y cuasi suicida de los grupos delincuenciales que hoy hacen y deshacen a su antojo en el territorio nacional: “Nuestra indiferencia ante la muerte es la otra cara de nuestra indiferencia ante la vida. Matamos porque la vida, la nuestra y la ajena, carecen de valor.” y en efecto, vida y muerte son inseparables y cada vez que la primera pierde significación, la segunda se vuelve intranscendente.
La festividad de muertos, es una metáfora de la vida que se materializa en el altar ofrecido. Una celebración a la memoria. Un ritual que privilegia el recuerdo sobre el olvido. Una manifestación de la fortaleza y la debilidad del mexicano. La contradicción que somos.

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