Me cuestionaba, una y otra vez, el por qué ese ser querido era tan distinto a la formación que le habíamos dado. Y esa tarde la lluvia me dio la respuesta. Tarde muy lluviosa aquella, pero muy ilustrativa. Después de negros nubarrones empezó a llover con la fuerza del diluvio, como aquel mencionado en sacras escrituras. Poco había visto llover con tanta intensidad y fuerza. De espanto aquella lluvia, pero muy reconfortante para quienes gustamos del campo y de la belleza natural. Como la lluvia se intensificaba más a cada momento, paré de caminar. La tierra de las paredes de la montaña, ablandada por el agua, amenazaba con desgajarse. Me escampé del agua en esa oquedad empotrada en el talud acordonado por los matorrales. Limpié el sudor de mi frente confundido con las gotas de agua que permeaban el tejido de palma de mi sombrero. Seguía lloviendo, seguía lloviendo intensamente. Las gotas de agua se volvieron pequeñas pozas, las pequeñas pozas se convirtieron en charcos, los charcos se hicieron chorros, y los chorros se volvieron caminos de agua que abrían sus brazos para correr despavoridos por la bajante de la montaña entre lodo y sedimento de roca pura. La caída de agua así, tomaba formas caprichosas al caer sobre las copas de los árboles, caía también el agua sobre las salientes rocosas de la montaña, y sobre los caminos de a pie y de herradura. En cada gota de agua, el cielo enviaba sus parabienes a plantas y animales que rejuvenecían dando gracias al creador. El viento filial quitaba con su cuerpo a la húmeda hojarasca que dormía regocijada sobre el suelo del campo verde. Removía el viento también a las barañas que titiritaban de frío y de cálida esperanza. Llegaba hasta mi rostro ese olor tan bello y tan penetrante de pura tierra mojada. Aquellas hojas en agonía, ya secas de su piel, que se habían quedado atoradas por desgracia, esperaban con el último aliento del viento ser liberadas para alcanzar una nueva vida reconciliándose con Dios. Quizás el viento mandaba a esas hojas al cielo de las hojas, esperando no ser atrapadas en el terreno de los purgatorios. No pude librar a mis pies de aquella incesante lluvia. Mis “guaraches” estaban mojados, mis pies también lo estaban, y el frío venido de abajo recorría palmo a palmo todo mi cuerpo. Las suelas de hule y las correas de mis “guaraches” estaban llenos de agua, pero fieles, jamás me habían dejado solo en los pasos del camino. En la piel de mis pies se formaban, desde hacia tiempo, vértigos con estrías, canales y rayas, por los que eran arrastrados intrépidos “moyocuiles”, y atrevidos sabañones que se atoraban para florecer después en un suelo fértil. Liza, la lombriz de tierra, confundida tuvo que salir de sus lujosos aposentos para no ahogarse sin misericordia. Liza, al poco tiempo, empezaría otra vez el trabajo de dar oxígeno a la tierra a través de su quehacer siguiendo su eterno destino. Pero lo cierto es que después de un abundante aguacero, la tierra queda fertilizada, blanda, húmeda, olorosa a vida, y con un futuro promisorio. Mientras, “Rojinegro”, el burro, se echaba “machincuepas” tallando el lomo sobre las casas de las gallinas “ciegas”. La comunidad gusanera reía a más no poder de las ocurrencias de “Rojinegro”. Y en esa presencia de ese bellísimo marco divino y natural, aquella tarde la lluvia me dio la respuesta que no encontraba: Dios es bueno, el agua es buena, la siembra puede ser buena, pero no necesariamente la cosecha puede ser buena. Gracias Zazil. Doy fe.