Las nueve de la mañana. Sin duda una mañana fría. Confirmaba la hora el sonar de las campanadas del viejo reloj de la Iglesia del Sagrario. A esa hora, justamente teníamos que estar en las instalaciones del bodegón en donde mi suegra se inscribiría en el programa: Sesenta y cinco y más. Vi por el espejo retrovisor la cara de mi suegra, sin duda estaba molesta, el gesto adusto lo confirmaba. Bajó del carro mi mujer para ayudar a su madre. Mientras ellas hacían el trámite, me fui a estacionar. Cuando regresé, me di cuenta de la gran cantidad de gente que abarrotaba el local. Había una sola fila para el trámite. El personal de atención era muy paciente. Ese cuadro en que se veían tantos adultos mayores, era cálido y enternecedor. Familiares acompañaban a su mamá, a su papá, a sus abuelos. Algunas personas llegaban con bastones, otras con muletas, otras con andaderas, otras caminaban con dificultad apoyada por brazos de cariño. Había preocupación en el rostro de las personas, porque con la edad, además de perder las llaves, se pierden habilidades. Ya no vemos bien, aunque decimos que esto se debe a los lentes que están mal graduados. Ya no caminamos bien, aunque decimos que es debido a tantas “pinches” obras que mantienen despedazada la ciudad. A cada momento, observé que varias personas, volvían a ver la documentación como para confirmar una y otra vez que todo estaba completo. Debo decir que ya nos cansamos con facilidad, aunque decimos que estamos muy trabajados pero seguimos rindiendo. Ya nos dormimos parados, pero decimos que es para recuperar el equilibrio natural que Dios nos dio como un regalo de vida. Don Lino últimamente va encontrando dinero tirado en las calles debido a que por su edad se encorva y mira al suelo, aunque dice que Dios lo está ayudando para que viva mejor en el último tramo de su vida. Hasta lo más profundo del cerebro empezó a llegar ese olor fantástico del café, olor a tamales y a champurrado, el tamal ranchero estaba muy picante. Don Armando ya se había comido un tamal, por lo picoso abría la boca despavorido para recibir aire fresco que mitigara el dolor. Don Enrique comía un tamal. Llegó la nieta de don Enrique reclamándole por no haberse formado mientras ella iba a estacionar su coche. Don Enrique respondió sin soltar el tamal: “Chingao, ¿Qué había que formarse?”. Haciendo una cara de enojo, la nieta corrió a formarse. ¡Hagan dos filas!, una aquí para validar, otra acá para inscribir, dijo uno de los organizadores. ¡Me lleva la “madre”!, pues ahora dónde voy yo, dijo don Odilón, mirando de un lado a otro. ¿Pues a qué vino usted?, le dijo un joven de los organizadores a don Odilón. Pues sepa la “madre”, mi mujer me dijo: siéntate aquí y no te muevas. El joven esbozó una sonrisa, vio la documentación de don Odilón, y lo llevó a la fila donde debería estar. Vivo de la caridad, pues como estuve treinta años en la cárcel perdí a mi familia, dijo don José. Don Marcos escondía la cara tras un sombrero de ala ancha para ocultar una parálisis facial que le aqueja. A doña Chaya le cuesta trabajo respirar desde que se cayó de la escalera cuando subió a tender la ropa. Nuestros adultos mayores merecen mejor vida; merecen cariño, atención y un poco de tiempo dedicado a su persona. Y, saben que es lo peor, ellos se preocupan por nosotros, preguntan si comimos, si dormimos, si tuvimos cuidado al salir a la calle. No es justo que tengamos a un adulto mayor en la prisión de una casa sin ventanas al exterior. Nuestros adultos mayores, son fuentes vivas de una historia que no se apaga. Mi familia está perdiendo la memoria, ya no me recuerdan; mi familia está perdiendo el oído, ya no me oyen, mi familia está perdiendo la vista, ya no me ven, estoy preocupada por mi familia, decía aquella temblorosa viejecita que me confió su sentir cuando salía del mercado. Gracias Zazil. Doy fe.