La Casa del Pueblo

Ese día se abrieron las puertas de la Casa del Pueblo. Por muchos años estuvieron cerradas las puertas de la Casa del Pueblo. La Ciudad Prohibida, le llamaba la gente a la Casa del Pueblo. Ese día que se abrieron las puertas de la Casa del Pueblo, fue un día de mucha luz y lleno de esperanza. Los gobernantes de ese entonces hablaban con Dios, pero no hablaban con su pueblo. Al abrirse las puertas de la Casa del Pueblo se rompió la maldición del hechizo que había convertido ese espacio en un claustro inútil, oscuro, e injusto. Durante muchos años, en aquella lejana tierra, fuerzas extrañas desaparecieron al ciudadano y se acuñó a modo a la clase social de los súbditos. Cuando las puertas se abrieron, pudo escucharse el rechinido como un lamento doloroso que se sostuvo en el aire por muchas horas. Solo “Pirina”, la vieja araña patona, no estuvo de acuerdo en que se abrieran las puertas de la Casa del Pueblo, porque le destruyeron con insensatez esa obra de alta ingeniería que había tejido por varios años. El hijo pródigo, el ciudadano, por fin volvía al cálido regazo de su angustiada madre: la Casa del Pueblo. Por muchos años, ese espacio había sido asesinado, apartado del pueblo y del universo. La democracia había sido repudiada por estéril, a la usanza de aquellos tiempos. Por muchos años no hubo planes de gobierno, la política se conducía por revelaciones al más alto parangón romano. Se llegó al grado de que el pueblo no tenía derecho a nada, inclusive no tenía derecho a protestar. Pero el pueblo siempre tiene mecanismos de recuperación y de sobrevivencia: cuando algo le es inaccesible al pueblo, se vuelve para él algo inexistente. Y fue así como el pueblo ignoró al poder ensoberbecido en su mundo distante. Vivían los gobernantes intramuros, tratando de conservar el poder que nunca supieron manejar. Había sin duda un total divorcio entre gobernantes y gobernados: mientras los gobernantes flotaban en aires enrarecidos portando coronas de laurel en sus frentes, los gobernados pisaban con firmeza el terreno de la realidad desafiando la ley de la gravitación política. Decía aquel sabio pensador que el mango de la sartén no siempre está en la mano de quien maneja el fogón, muchas veces el fogonero se quema y suelta el mango. Parece que esto fue lo que sucedió: los gobernados, cansados de escuchar discursos perversos de palabras vanas, decidieron cambiar de mano la sartén y con ello al fogonero. Fue en las urnas donde el pueblo recargó su mano para recuperar el respeto que le había sido arrebatado. Se escuchó la voz del pueblo cuando dijo: cada uno de nosotros vale igual que vos, pero juntos, valemos más que vos. Fue un primero de diciembre, del año 2016, cuando las puertas de la Ciudad Prohibida, la Casa del Pueblo, se abrieron de par en par dando paso a todo aquel que quisiera entrar al recinto. No toda la gente acudió al interior de la Casa del Pueblo, la fuerza de la costumbre de no entrar pesaba mucho. Desde esta humilde tribuna, rogamos con fervor que Lampedusa esté equivocado. Gracias Zazil. Doy fe.