En la casa familiar de mis padres en Córdoba, los Días Santos, al menos desde que tengo memoria, siempre se vivieron con un discreto pero sentido clima de conduelo, de recogimiento –no sé qué tanto de espiritual tenía-, eran ‘días de guardar’. Y es que la vida, la pasión, la muerte y resurrección de Jesucristo, al margen de las creencias religiosas y de la fe de cada quien, es algo que impone porque impone. En primer lugar por religiosidad y ortodoxia, otras veces por pedagogía, y otras, quizá, por historicidad y cultura, pero los días santos son fechas del calendario que nunca pasarán desapercibidos para el mundo de la cristiandad.
En lo personal, en mi casa se vivían dos mundos radicalmente opuestos. Antepongo el de mi madre que era una mujer de una fe y de un fervor y religiosidad inquebrantable, sin llegar a una pasión sin límites, era una fe con fundamento, con especial devoción por el Sagrado Corazón de Jesús de Nazaret (el símbolo de amor divino). La otra cara de la moneda en casa era la de mi padre, que aunque nunca lo escuché blasfemar o algo parecido, era un laico por convicción, a la iglesia solo fue en ocasiones especiales (bodas, bautizos, pompas fúnebres), nunca le escuché decir algo como “gracias a Dios” y lo más seguro es que nunca haya comulgado en su vida adulta, aunque sin faltar, todos los días al salir de casa por la mañana se santiguaba y profería más como un murmullo una letanía que solo él se sabía y entendía.
En ese ambiente crecí, mediando entre la fe inquebrantable de mi madre y el desapego religioso de mi padre. Debo decir que aunque no me considero un hombre de fe al 100 por ciento, sí suelo acudir a los servicios religiosos, sobre todo en estos Días Santos, y en mi favor diría que soy un hombre que reza, que se santigua sobre todo antes de dormir, y cuando viajo y conduzco en carretera, y me sé puntualmente todas las letanías del misal romano.
En la Semana Santa en mi tierra la gente se vuelca a los templos religiosos como ocurre en todo este país de mujeres y hombres de fe, pero hay un día que en especial me conmueve por todo el simbolismo que encierra y que los católicos cordobeses viven con verdadero fervor y dolor: el Viernes Santo, que es un día en el que en la casa familiar se sentía el luto por la muerte de Jesús que se sentía en el ambiente. Se reía poco, se hablaba poco, y yo diría que hasta en voz baja, y a la hora de comer, poco antes de las tres de la tarde, el momento en que se ha fijado como el de su muerte, la sirena que está situada en la azotea del palacio municipal y que usualmente se enciende para llamar a los bomberos por alguna emergencia que reclama su presencia, esta se enciende para que resuene a todo lo que da para recordarle a los cristianos cordobeses que a esa hora moría Jesús crucificado en el Gólgota en Jerusalén. En ese momento se hacía una pausa en la comida y mi mamá, una tía que es como mi madre y todos menos mi padre nos arrodillábamos en señal de duelo por la muerte de Jesús, al tiempo que rezábamos el ‘Padre nuestro’.
No hay una hora exacta de este momento, pero todos los estudiosos del cristianismo coinciden en que Jesús murió después de ser crucificado a las 14 horas, 53 minutos y 15 segundos, es decir, quince segundos después de las tres menos siete minutos (otros estudioso dan como la hora exacta las 14 horas, 47 minutos y 55 segundos, es decir, cinco minutos veinte segundos antes), a los 33 años de edad, entre el 3 y 7 de abril del año 33.
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