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Excélsior

Después de que habíamos tenido un viaje con algunos problemas eléctricos en la máquina del tiempo y con grandes desafíos históricos al trasladarnos al siglo XVII para ver la coronación de un rey, ahora nos disponíamos a atestiguar la caída de un emperador del siglo XIX, una época marcada por el ideal imperialista de los países europeos que buscaban una dominación económica y política hacia naciones menos superiores.

Este sería el caso de México en 1867, un joven país que tras su independencia, la búsqueda de su identidad y numerosas guerras quedaría totalmente dividido entre liberales –con un gobierno republicano y liderado por el presidente Benito Juárez− y conservadores −una monarquía bajo el emperador Fernando Maximiliano de Habsburgo, antes archiduque de Austria, que contaba con la protección y apoyo del emperador francés Napoleón III Bonaparte, quien había encontrado en la deuda externa mexicana la excusa perfecta para sus ambiciones de poseer un imperio ultramar y frenar, además, el poderío de los Estados Unidos−.

Llegaríamos con sentimientos encontrados a las 6:00 p.m. del 18 de junio del citado año a los alrededores de la ciudad de Querétaro, una metrópoli destacada por sus joyas arquitectónicas barrocas y neoclásicas, mayoritariamente pertenecientes al periodo colonial. Cambiaríamos nuestra vestimenta para recorrerla en su esplendor de la tarde y para conocer las diferencias que 150 años habían construido sobre ella desde nuestra visión del futuro.

A primera vista, Querétaro no era muy grande, pero nos mostraba su famoso y enorme acueducto, la más grande obra del siglo XVIII queretano, y más hacia el Centro Histórico encontrábamos el elegante Teatro Iturbide –actualmente es llamado Teatro de la República− donde hacía unos días, había sido enjuiciado y condenado a pena de muerte –aunque no lo pisó por razones de enfermedad− el emperador Maximiliano, conforme a la ley del 25 de enero de 1862, decretada por el presidente Juárez, la cual condenaba como delitos los actos que iban en contra de la soberanía y seguridad de la nación, en pocas palabras, traición a la Patria. Nosotros asistiríamos al fusilamiento del importante personaje de la casa de Habsburgo al día siguiente.

Para este momento, el emperador se encontraba detenido en una celda de la prisión de Capuchinas –un exmonasterio que con la Guerra de Reforma pasaría a ser cuartel de los regimientos “Tiradores de Querétaro” y “Los rurales del estado” y posteriormente se emplearía como cárcel– junto con los generales imperialistas Miguel Miramón y Tomás Mejía quienes estaban en celdas contiguas. Faltaban menos de 24 horas para la ejecución de los tres y sabíamos que con esto se restauraría la República en el país azteca.

Ya entrada las 10:00 p.m. comenzaríamos a platicar entre nosotros los aciertos y errores del emperador y cómo poco a poco se había desvanecido el proyecto ideado por los conservadores. Primeramente, la llegada de Maximiliano fue polémica. Su “invitación” a gobernar México no fue más que una estrategia expansionista del emperador Napoleón III Bonaparte, que había sido convencido por Tomás Murphy y Alegría –un exministro mexicano conservador radicado en Londres– de que México estaba en riesgo frente a Estados Unidos por su anarquía y que necesitaba instaurar el orden por medio de una monarquía ¡vaya ilusión! Ya había un presidente, muchos le advirtieron a Maximiliano las problemáticas que representaba tomar el Estado mexicano, pero otros lo adulaban consintiendo el descabellado sueño. Para que esto sucediera, el emperador Napoleón III y sus tropas irían tomando bélicamente pueblo por pueblo y ciudad por ciudad pensando que el presidente Juárez dejaría el puesto, generando sólo guerra, muerte y descontento en las poblaciones mexicanas, la más recordada de las batallas fue la ganada por el general Ignacio Zaragoza en Puebla el 5 de mayo de 1862.

Maximiliano y su esposa Carlota llegarían al puerto de Veracruz el 28 de mayo de 1864 entre múltiples reacciones en todo el territorio mexicano. Como hechos positivos en su gobierno estaban una amnistía para los delitos políticos; el término de la censura en las opiniones; la tolerancia de todos los cultos –protegiendo el catolicismo–; las rentas de la Iglesia serían otorgadas al gobierno; crearía la Academia Imperial de Ciencias y Literatura; decretaría al peso como moneda nacional mexicana; buscaría mejorar las condiciones de vida de los indígenas que trabajaban en el campo eliminando los azotes y reduciría sus horas laborales, así como vincularse con ellos a través de la colección de objetos prehispánicos; y publicaría una ley que permitía la inmigración.

Pero mientras esto sucedía, las tropas francesas seguían en el frente contra los soldados republicanos de Juárez; el Imperio mexicano cada vez estaba más endeudado y Napoleón III más renuente a dar empréstitos hasta darle por completo la espalda a Maximiliano –hecho que le hizo pensar en algunas ocasiones en la abdicación que no aceptó–; los conservadores estaban decepcionados pues el emperador era liberal en muchos aspectos; y lo más relevante, el decreto militar del 3 de octubre de 1865 que condenaba a muerte a todos aquellos que pertenecían a bandas o reuniones armadas y alborotadores de la paz pública donde fallecieron numerosos liberales, lo que reavivaría las pugnas políticas haciendo más fuertes militarmente a los republicanos.

El presidente mexicano nunca se daría por vencido, tenía confianza en que recuperaría la República y lo logró. Finalmente, el emperador francés dejaría de enviar tropas a México pensando que las revueltas estaban controladas originando un debilitamiento en las tropas imperiales, que fueron perdiendo progresivamente las plazas ganadas, resaltando el fracaso de la campaña de Querétaro –donde Maximiliano participó y que fue la gota que derramó el vaso– resultando en la rendición voluntaria del mismo emperador –ante el General Mariano Escobedo y su Ejército del Norte–, su aprehensión y las de Miramón y Mejía el 15 de mayo de 1867. De esta manera el Segundo Imperio Mexicano agonizaba y su líder estaba a horas de ser fusilado en el Cerro de las Campanas.

El reloj marcaba ya las 5:00 a.m. del 19 de junio. A estas horas sabíamos que el emperador ya estaba levantado, que el padre Manuel Soria y Breña lo había confesado –al igual que a Miramón y Mejía– y que, a estas horas, los tres estarían presenciado una misa con sus allegados más cercanos y testigos entre una profunda tristeza y resignación. Nosotros llegaríamos directamente al Cerro de las Campanas a las 6:00 a.m., justo en el momento en que el Sol asomaba su primer rayo en el horizonte de lo que sería un día brillante y esplendoroso en la ciudad. Los prisioneros a esa misma hora saldrían en tres carruajes custodiados por numerosos guardias, seguidos por tropas de caballería e infantería y atrás los secundarían los pelotones de ejecución procedentes del primer Batallón de Nuevo León.

Mis compañeros y yo habíamos llegado a dicho cerro a las 6:30 a.m., donde entre los pastizales y árboles ya había gente esperando el infortunado destino de los condenados. Estaban algunos europeos residentes de la ciudad cuyos rostros reflejaban incredulidad ante las lamentables circunstancias, unos llorando y otros rezando. Ya estaba lista una pared de tres bloques de adobes donde se colocarían los reos y 4 mil soldados a su alrededor. A las 6:45 a.m. arribaban los tres carros de caballos y el primero que salió fue Maximiliano, quien vestía una camisa blanca, chaleco, pantalón oscuro y una levita larga. A su lado derecho se encontraba acompañándolo Miramón, pero a Mejía, soldados lo llevaban a rastras, lo veíamos francamente devastado. Estando los tres “listos”  –nunca se está listo para la muerte, yo pensaba–, un soldado nos leía una orden militar con la cual cualquiera que hiciera un menor movimiento en favor del emperador sería fusilado con él. Todos quedaríamos inmóviles y sin palabras.

En ese momento, Maximiliano que estaba al centro le cedía su lugar al General Miramón por su gran lealtad, entrega y valor “General, un valiente debe ser honrado por su monarca hasta en la hora de la muerte, permítame que le ceda mi lugar de honor” y le daba un abrazo, y a Mejía, el valeroso general indígena que apenas había sido padre, le ofrecía unas palabras de consuelo “General, lo que no es compensado en la tierra lo será en el cielo” terminado también con un abrazo. El pelotón de fusileros se acercaba, aunque el oficial que daría la orden dudaba. Maximiliano con tono firme sólo le decía que era un soldado y que tenía que obedecer. Al resto de los militares les pedía apuntar en el pecho y no en el rostro para ser más tarde reconocido por su familia, ofreciéndoles unas monedas de oro, se secaba el sudor y con voz firme y decidida decía “Voy a morir por una causa justa, la de la independencia y la libertad de México. ¡Qué mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!”.

Miramón por su parte exclamaba que no era un traidor a la Patria y que era inocente. Mejía no diría nada, sólo había mirado de frente y fijamente al pelotón de fusilamiento. A las 7:05 a.m. el oficial daría la orden de fuego y con un fuerte estruendo veintiún balas alcanzaban a los tres condenados, siete para cada uno. El emperador había recibido cinco balazos pero todavía no fallecía. Con voz baja pedía a un hombre el tiro de gracia, el cual sería ejecutado por un soldado en el corazón. Entre nosotros, los testigos, había una persona que se tapaba el rostro de pena y, otra que se tapaba la boca y cerraba los ojos con gran consternación. Yacían muertos en el suelo los tres hombres ajusticiados y renacía así el México independiente. La lección era clara, no se admitía ninguna forma de intervención ni usurpación extranjera que violase la soberanía nacional.

Después de observar el penoso suceso y escuchar los sollozos de muchos asistentes, el médico del ejército y los particulares revisaron los cadáveres de los que habían sido en vida Maximiliano, Miramón y Mejía. Los recogerían para posteriormente embalsamarlos y sepultarlos, aunque el cuerpo del emperador se deterioraría considerablemente quedando irreconocible por los malos cuidados que los mexicanos darían a éste. Así Juárez, el presidente más firme y recto que ha tenido la República Mexicana, regresaría la Ciudad de México para gobernar a su nación el 15 de julio de 1867. Nosotros, volveríamos a nuestra máquina maravillosa a las 8:00 a.m. del 19 de junio reflexionando la trascendental toma de decisiones por la independencia y libertad de un país, y cómo el altivo orgullo europeo había sido golpeado por un enemigo pequeño que nunca bajó las manos para conservar su autonomía y lugar en el mundo. Nosotros seguiríamos nuestro camino para presenciar otros episodios en la historia universal, otros capítulos de gloria y traición, otros protagonistas en el libro de la humanidad. Sigamos aprendiendo juntos. Los invito a que me sigan la próxima semana. Au revoir!